Está de moda hablar del entrenador del Madrid. Coincide la cosa con un final de verano gris perla, neblina, del Norte. Al Norte, este año de gracia del 2011, le ha tocado descanso del sol, que se entretuvo calcinando provincias y autonomías de más abajo y de más hacia Oriente. Los turistas habituales, los esporádicos y los nuevos, se van hablando del orbayu, la niebla y las romerías pasadas por agua y barrucio, y del entrenador del Madrid, que suscita loas e improperios cada vez más respectivamente violentos y expresivos, al borde, algunos ya, del primer mamporro, desde el que nadie sabe nunca a dónde se puede llegar una vez rotas las hostilidades.
Me convocan para que haga de pregonero de fiestas. Un pregonero o es un soñador o un cantamañanas. Se puede pecar ser las dos cosas a la vez. Recuerdo con miedo cerval a aquel autor de que dijo otro que una de las obras del primero le había parecido que contenía cosas buenas y originales, pero añadiendo que, según su criterio, el del segundo, erigido en crítico, por desgracia, las cosas buenas no eran originales y las originales no eran buenas.
Lo malo de ser malo, el hablar o el escribir, o, sencillamente, mediocre, es que uno no se entera, ya que como ocurre a la mayor parte de la gente, participa del humano frecuente defecto de desconocerse a sí mismo. Como consecuencia, te adelantas, ufano, al proscenio, te pones a perorar y no te enteras hasta que ya es demasiado tarde de que mejor habrías seguido aquel consejo sabio que decía que si el silencio es tan frágil como hermoso, debe prohibirse a los imbéciles que lo rompan con unos desconsiderados rebuznos.
“¡Quiero oír silencio!”, recuerdo que nos dijo un día al iniciar su clase un inefable profesor de dibujo que tuvimos cuando mi generación aspiraba a lograr aquel bachillerato de la reválida en la Universidad tras del séptimo curso. Y al fin y al cabo yo no tengo la culpa de que me llamen a mí para este oficio de pregonero desde que debe cuidarse de elogiar la que viene, dorando las cúpulas del recuerdo de las pasadas. Un pregonero no debe anunciar nunca que la fiesta resulta pocas veces tan brillante como puede y debe imaginarse. Las fiestas son como los billetes de lotería, que pocas veces tocan, pero indefectiblemente nos proporcionan deliciosa ocasión de imaginar lo que haríamos si precisamente éste tocase. El pregonero, como el vendedor de la tómbola, debe gritar hasta desgañitarse que ¡siempre toca! “De ilusión también se vive”, se titulaba una hermosa película antañona, de antes del tecnicolor, si no recuerdo mal.
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