Huyo entre los juncos de los piratas de Mompracem, cambiando, que al resto no los entiendo, a trompicones, impresiones con Yañez de Gomera, que soporta despreciativo mi chapurreado portugués, en el fondo, y en la superficie, ese gallego adulterado del Lejano Oeste de las Asturias, por donde corrían y se peleaban incesantemente pésicos y albiones, en la eterna probable discusión respecto de la desembocadura del río de Barayo.
(Una pena, no haberle hecho un acceso a esa playa, cuando pudimos, y evitar que so pretexto de vivero y reserva de fauna y flora la hayan convertido en un escayal)
Mira que insistió el contratista aquél, invocando el interés turístico, sin dejar traslucir que lo que él buscaba era una vía cómoda, de saca, para arena y regodones.
(No había puente de los Santos, desde san Román, en nuestra orilla, hasta san Miguel, en la suya. No había autovías. Me contaba el alcalde su certera visión de que cuando haces una carretera para dar entrada a una comarca, lo que haces es abrir una vía escape y drenaje demográfico)
La mar, paciente, planta sus juncales donde llega la marea y suben las especies a ovar y se forma un microcosmos, es cierto, que, si miras desde el otero apropiado hay siempre una pareja humana recomponiéndose la ropa tras de su contribución a repoblar el planeta.
Huyo a esconderme entre mis rimeros de viejos libros y de libros nuevos. Pasaron los días, lo advierto al pasar la mano por el lomo de los de Guillermo, detenerme en el gastado ejemplar de Robinsón Crusoe que me compró mi padre, aquel día que riñó en casa y estuvimos largo rato en el escaparate de la vieja librería que se llevó la trampa del tiempo, recordar la ingenua insularidad de doña Agatha, erosionada por el velado encono con las tisanas y el bigote de su presuntuoso Hércules Poirot.
(Mi primer Kafka fue su metamorfosis espeluznante, seguida de la pesadilla del agrimensor. No se cómo pudimos, con el escaso bagaje que nos dejó la guerra, resistir el paso de Gogol a Dostoievski)
Hace muchos, tal vez incontables años, descubrí entre los libros de casa, sabe Dios escondida por quién, mi primera novela pornográfica, que pormenorizaba los manejos en una caseta de la playa de una tal Rigoberta y su aplicado Octavio.
(Siempre hay alguien que esconde entre los libros alguno poco apropiado para los niños de curiosidad insaciable, que, a su primera edad, leen incluso los anuncios y las esquelas de los periódicos. Resulta inexorable que cada niño encuentre su primera vergüenza en el más insospechado rincón. Ahora, me dicen, esos manejos se explican con sus porqués y sus paraqués en las escuelas públicas y privadas. Hay un apartado en la Biblia, allá por el Eclesiastés, creo, que dice que hay un tiempo para cada cosa)
La tarde se me va borboteando por el desaguadero de la puesta de sol.
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