Para que todo sea como en un verdadero otoño, sale esta mañana, rizando el agua del río, el viento del sur, que llaman de las castañas y es el que las mueve, a la vez que la caída de la hoja y las pone en la cuneta, para que unas vieyinas las vayan recogiendo con infinita paciencia, para el amagüestu.
Una de las agencias que califican el sentido de la responsabilidad dice en las cabeceras de los periódicos que ya no es tan de fiar la deuda americana del norte, recordándonos la canción del “americano del pote”, que acababa por empeñar su majestuosa leontina de oro y la saboneta. Malorum causa, cuando se prevé el peligro de insolvencia de los más ricos un día, que ahora debaten con ardor creciente hasta dónde se puede deber.
Y los chinos, tan olvidados últimamente, hasta que empezaron a abrir un restaurante en cada chaflán, un hiper en cada plazuela, una fábrica en cada descampado y encima hay quien me dice que son coleccionistas de moneda americana y que tienen no sé si hasta más dólares que quienes los hacen, y, cualquier día, se pueden acercar a la Gran Manzana y preguntar dónde se cobran los sacos de cromos que traen, donde se reitera eso del “curso legal” y de que el Banco tal o cual “pagará al portador”.
Una vez más, recuerdo la vieja anécdota, probablemente incierta, del viejo don Francisco Villa, que, conquistada la capital de Méjico por sus revolucionarios, se le acercaron, supongo que tímidos, sus lugartenientes, edecanes y capitanes para quejarse de falta de numerario para pagar a la tropa, y dicen que él los miró con asombro, les preguntó si no habían “tomado” aún la Casa de la Moneda, y, supuesto que sí, ¡qué, coño, esperaban para darle a la manivela!
Cesc, el Barcelona, el Arsenal, los euros, el lago Ness, la locura de ese carrusel de preparatorias, el préstamo de jugadores por los equipos a las selecciones nacionales, las imbricaciones de campeonatos imposibles, la ya obscena cuantía del comercio futbolístico, únicamente superado por el endeudamiento de las autonomías y sus ayuntamientos. Peiorem causam.
Hace nada, medio siglo, un coche aceptable costaba cien mil pesetas y un buen piso, medio millón. Hace un siglo, que tampoco es tanto, un ciudadano podía retirarse, si había ahorrado entre trescientas cincuenta y quinientas mil pesetas, y “vivir de las rentas”. En mil novecientos treinta y cuatro, una familia de clase media gastaba en víveres, para comer razonablemente media docena de personas, que entonces era la media de las que convivían, por término medio, algo menos de un duro diario. Sí, un duro de aquellos, de cinco pesetas o veinte reales. A los reales les hacían un furaco en el medio y el ingenio popular aclaró en seguida que era para que el pueblo “mirase por el dinero”.
Es evidente que no miramos.
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