Gente de vacaciones, desorientada, sin saber qué hacer con este sorprendente tiempo libre que está fuera de la rutina. Se cruzan contigo y sonríen sin saber por qué, ¿nos hablamos? Se acercan, saludan: ¿cómo estáis todos desde el año pasado? Les decimos que bien, sea o no cierto del todo. No pasa un año por ti, añaden benévolos. Tú callas. Os envuelve un sol deslumbrante, acostumbrados como estábamos al leve rumor del orbayo sobre las hojas barnizadas de las magnolias del parque.
¿Dónde está todo el mundo? –preguntas en casa- Se fueron. De paseo. En la playa. Hay quien se ha ido a la ciudad. Me envuelvo como en un capullo de soledad a sufrir la metamorfosis que me olvida de la condición de viejo truhán y procuro arroparme, a pesar del sol, hoy condicionado por el nordeste, con un liviano edredón de recuerdos, pero suena el timbre y un señor muy educado, sonriente, me trae el encargo de la librería: “¿Es usted …? Pues sí, soy. Me trae un libro antiguo, que no conocía, de Fernando Sánchez Dragó, con quien suelo coincidir en el jurado de letras de los Príncipe. Me maravilla, le tengo dicho, esa fluidez con que pasan cosas y conceptos por la mayor parte de tus libros, que son como una súbita torrentera en que, como digo, todo pasa o nos lo cuentas como con prisa. Me confiesa que eso le cuesta a él en cambio muchas horas. Puede ser cierto. Yo, como puede advertir en seguida cualquiera que me lea, escribo según pasa la idea y no me gusta releer lo escrito, apenas corrijo. Por eso suelo escribir en verso –creo que la poesía es la telegrafía de la literatura- y, cuando más, si es en prosa, dejar el pensamiento como en una ficha o convertido en un cuento casi siempre corto, en que parte de la trama o del final parece haber ocurrido en otro mundo. La diferencia está después en que él es Fernando Sánchez Dragó y yo una sombra, ya ahora envejecida, además, que se desliza –ya quisiera-, bueno, se arrastra por las calles por donde cuando apenas había coches corríamos, parece que fue ayer, en busca de estos mismos sueños, que ahora son recuerdos.
Entre Fernando y yo, ahora que me fijo, hay una diferencia de edad de siete años, que, con cuenta de la época de nuestro respectivo nacimiento, tiene especial trascendencia, por lo menos en el primer molde de la personalidad de cada uno de nosotros. El nació en 1936, yo en 1929. Le llevo siete años. Un bachillerato de mi época. Cuando yo inicié el mío acababa de terminar aquella catástrofe nuestra y cuando lo terminé, es probable que iniciara el suyo. Mi primer curso de bachillerato estaba lleno de tristeza y dolor, sí, pero también de esperanza; supongo el suyo, en cambio, a la puerta de un cierto escepticismo desencantado. De algún modo, trabajosa, denodadamente, mi generación abrió camino en la nieve, a pecho descubierto y en alpargatas, para que ellos pudieran permitirse alborotar la Universidad como si nada hubiera pasado.
Resulta curioso que ahora, al conocernos, sin perjuicio de discrepar en muchas, coincidamos en tantas otras cosas.
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