lunes, 8 de agosto de 2011

Un día dejas de fumar para siempre.

(Por cierto ¿se fuma en otra vida? ¿impunemente, entonces? ¿por qué no, si era agradable quitar la punta al puro, aquéllos petit cetros que mandaba el señor administrador a mi padre, recién hechos, frescos, de la añada?)

Un día dejas de ir a la playa, porque lo que te gustaba era el chapuzón del mediodía, con aquel sabor de sal y olor de algas y lejanías.

(Deja la piel áspera, el agua salada, y un rastro de sal. La sal fue la riqueza de una lejana época. Provocó migraciones y guerras. Dicen que los celtas fueron, en su tiempo, los guardianes, custodios y grandes comerciantes de la sal)

Un día dejas de beber, porque opinan que hace daño a no sé cuál de las vísceras que te administran por dentro con esa frágil eficacia de todo lo humano.

(No sé si es mejor un vino tinto espeso, todavía algo frutal, o el blanco del año, un vino del Rin, exprimido de uva rubia como una valkiria. No sé si el vino más aterciopelado de la Rioja o el sequedal hecho trago flaco y gusto de resol bajo la alameda que da escolta al río)

Un día te prohíben que comas esto, que contiene no sé qué, o aquello, que está hecho sobre no sé cuánto de puro veneno para tus pobres arterias sofocadas.

(Corría por ellas la sangre alborotada cuando diste tu primer beso, tocaste por primera vez piel femenina, apreciaste la belleza más íntima de un cuadro o una melodía)

Un día no puedes llevar el paso de quien pasea contigo. Te ahogas si pretendes discutir.

(Llevar el paso cantando, con el peso de la impedimenta haciéndote pensar que formas parte de un grupo, que llevas encendido en el pecho el espíritu del batallón, como una luciérnaga su señal)

Un día descubres que en efecto, también hay un tiempo para hacerse viejo y entrar en la estancia del sosiego, donde ya no hay prisa. Nada más arrepentimiento por todo lo hecho, que de algún modo se ablanda puesto que ahora la experiencia te va pasando las hojas para que leas por primera vez los pies de página que antes te saltabas con prisa de llegar al desenlace, a la noticia. Y allí descubres lo falibles y frágiles que somos, la predisposición que tenemos a equivocarnos, equilibrada, cuando más, con cualquier probabilidad de acertar.

(Tienes dos compañeros, vigilantes edecanes de las nuevas torpezas que han venido a sumarse a las antiguas: la soledad, ¡tan insociable, ella! y el silencio, que se va cerrando en torno, como si nos emparedasen poco a poco, reponiendo, volviendo a cerrar, echando la tranca a cuantas ventanas abrieron nuestros maestros en aquella torre de donde salimos y ahora, de regreso, para qué abrirlas y tratar de mirar con esta miopía, los ojos cansados)

Nacer y morir se nace siempre y siempre se muere solo. Alrededor está, bulle, la vida, en medio “nuestra” vida.

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