lunes, 8 de agosto de 2011

Leo con asombro una autobiografía del ombligo del mundo, en que residen el autobiografiado y unos cuantos pintorescos miembros de su clan familiar, únicos especimenes que por el momento se libran del generalizado ocaso de las civilizaciones hasta ahora habidas en el inestable planeta con que convivimos.

Parece increíble que este ilustre ciudadano haya podido llegar a la sorprendente conclusión de que el noventa y ocho por ciento, más o menos, más bien más, de la población habida y por haber en el mundo no somos más que una caterva de pordioseros intelectuales con cuyos componentes no se puede mantener una conversación medianamente digna de intentarse.

Cierro el libro y me quedo pensando la tremendo que ha de ser para este hombre y su clan estar solos en medio de una multitud inservible para comunicarse con ellos.

Llueve y hace sol varias veces a lo largo del día de este verano otoñal. Hay una especie de polen en el aire que diferencia estas vacaciones de otras más alegres. Se advierte que hay menos dinero moviéndose de mano en mano. La gente que mueve el dinero somos los que menos tenemos. Los más pobres que nosotros, no lo tienen y los más ricos no necesitan ni tocarlo. Y este año se advierte o que hay menos o que hay miedo a gastar. Dicen tanto, que no acaban, los periódicos, acerca de las deudas y los agujeros, los bonos y los créditos. Asustan. Hasta se habla de bancarrota de algunos países. ¿Cómo puede quebrar un país?

Me decía no sé quien hace mucho, cuando estudiantes en un seminario de aquella vieja Universidad, que podría ser una buena idea llegar a la paradoja de privatizar el Estado. Y en vez de financiarse con dinero del erario público, tendría que hacerlo con capital privado, susceptible de pérdidas y ganancias apreciables cada año por los ciudadanos en una cuenta de resultados propia y no del común, que, como dicen, no ye de ningún.

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