sábado, 22 de mayo de 2010

Aprende cosas y las va disolviendo, unas veces en garrulería, otras en silencios vacíos. Aprender no parece que le sirva para ir mudando, cambiándose a sí mismo por otro. Refugiado en su imagen, se va quedando en la futileza endurecida del árbol seco, que mira pasar el viento, se roza con el viento y sin embargo ni le añade sonido ni temblor porque es un palo seco, que un día, cuando llegue el leñador, ni dará olor ni se advertirá que haya dejado de proporcionar su ya escueta sombra.

¿De qué vale saber, si el escaso conocimiento que un hombre es capaz de adquirir en el abrir y cerrar de ojos de su existencia, no te sirve para intentar volar, subirte a la nube o al sueño y pegarte el batacazo de averiguar que no somos más que gente de a pie, la mayoría, incapaces de atravesar a nado la mar o ir volando más allá del collado que cierra el valle?

¿O tal vez lo abre al mundo?

El emperador de la China que hay en el fondo de todos los cuentos, las leyendas y tal vez los recuerdos milenarios de la posiblemente más vieja cultura del planeta, cuentan que decía que para qué se iba a ir a ninguna parte, si él ya estaba en su ciudad prohibida en el centro del mundo.

Y todos, el inmóvil, el movedizo y el emperador es posible que tengan a la vez razón, porque la vida es múltiple, diferente. Nada es solamente como es, sino, además, como es al mismo tiempo para cada uno de nosotros y para el conjunto.

La historia de la humanidad es nuestra propia vida, engarzada en las demás vidas de todos. Tal vez por eso nos odiemos y nos queramos tanto unos a otros, desde cada acto de amor hasta cada acto de guerra, realizados ambos con el mismo entusiasmo.

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