Me niego a hablar de política. Dice un conocido que es la contracultura de la ambición de poder, el equivalente público de lo que representa en lo privado el falso amor –añade-, errado, del macho o de la hembra por su respectiva pareja, cuando uno de ellos a lo que aspira es a dominar al otro, poseerlo, en la más amplia acepción de la palabra.
Le digo que me parece alambicada su postura e insiste en que ejerce con honestidad en política, quien se dedica a ella y busca mejorar la sociedad humana y no su dominio, como está de verdad enamorado quien, hombre o mujer, busca la felicidad del otro, aún a costa de la propia.
Insisto, me niego a hablar de política. Prefiero estos temas candentes hoy, aquí, en la calle mayor, que en mi pueblo no se llama calle mayor, sino de esa cualquier otra manera de que en los pueblos se llaman las calles, en honor provisional y transitorio de un héroe, un sabio o un necio venido circunstancialmente a más, que de todo hay en la viña. Hoy, por el pueblo, lo que hay es el airecillo de primavera, todavía impregnado de un sol insuficiente, que, concentrado en un rincón, el remanso abrigado por una esquina, te agobia y entras sudoroso en la siguiente, donde te alcanza aquel mismo aire, ahora desasido del sol, puro recuerdo del invierno reciente o premonición de los cachos de hielo que arranca el cambio climático ese de los bloques del norte lejano, se te cuela y un te conviertes en el portador de un nuevo brote de catarro o de gripe propios de este tiempo. Como si te sellara la aduana del buen tiempo, bajo los trazados sardónicos de cada vuelo recto de las primeras golondrinas, que se entrecruzan desde hace unos días con los vencejos que ya estaban.
Una puñetería, el catarro de esta época, la gripe zeta, será, digo yo, al cazar al acecho desde escondrijos de fin de temporada de gripes, cuando es más difícil librarse de él y no sabes si vas a salir a la calle y le va a tocar la guardia al frío o al calor, mezclados a veces según la calle esté orientada o no al norte y vaya por sombrizo o solano. Se me acerca esta mañana, con el periódico recién comprado, todavía tierno, reciente en la mano y me pregunta la hora que tengo. Son casi las nueve, le digo, y me añado, sin decírselo, que lo desconcertaría, que no es hora que yo tenga, sino la que marcan los relojes supongo que por marcar algo, ya que ahora mismo, con eso de las horas de invierno, las de verano, la de Canarias y el efecto cambio de hora de los vuelos trasatlánticos, cada vez es más evidente que eso del tiempo no es más que, repito, una paradoja, o estoy dispuesto a admitir que una filfa inventada por los sabios –esos que merecen que pongan su nombre a un insecto o a una calle, para disfrazar lo poco que sabemos acerca también del tiempo-, ese misterioso ente conceptual, que pasa sin pasar y cuando te vas a dar cuenta, miras en el zurrón que suponías lleno de él y sólo hay unas migas. ¡Oye! –grito al primero que pasa- ¿sabes tú dónde puede comprar algo de tiempo? En la mirada con que me mira, adivino la suposición de que no estoy en mis cabales. Razón tendrá.
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