viernes, 7 de mayo de 2010

Bond ha muerto. Fue anteayer, y no dije nada porque estaba demasiado reciente lo ocurrido. Tenía once años y ocho meses, casi ochenta y cuatro años humanos, y estaba cansado, viejo y enfermo, sordo y miope. Le diagnosticaron una hepatitis, como si fuese un humano cualquiera, pero no era más –ni por cierto menos-, que un perro y cabe todavía, para los perros, la eutanasia.

Bond era tierno, cariñoso, dulce, comilón y le crecía el pelo en seguida, hasta taparle los ojos. Me escuchaba atento, cuando yo le hablaba, y me sacaba a pasear una vez por la mañana y otra por la tarde. Si me retrasaba, venía cejijunto a buscarme, moviendo nervioso el muñón de rabo. Ibamos, pasito a paso de ambos viejos. Hablando de mis cosas, que él, las suyas, se las guardaba prudente. Hacía tiempo que no íbamos hasta la playa, demasiado lejos para ambos, ni al campo de la romería, donde solía disfrutar corriendo y saltando, cuando más joven, entre la hierba. De vez en cuando, se acercaba, comprobaba que no me había ido y me daba las gracias por estar allí, que hiciera sol y que le dejase correr en busca de sus fantasías.

Ultimamente nos dormíamos en sendas butacas, cuando el programa de la televisión, como suelen algunos, resultaba especialmente aburrido, banal o impúdico. A uno y otro nos importaban muy poco las vicisitudes vitales de esa pandilla que suele repetirse en periódicos amores y desamores, follaje a mansalva y captura de numerario. De vez en cuando, saltaba por encima de los reposabrazos y me ponía la zarpa en el hombro. No te preocupes, me decía en silencio, sigo aquí aunque te duermas. Y yo, si el temblaba o gruñía en sueños, le ponía la mano encima para que no se preocupase y comprendiera que aquello no era más que una pesadilla, la mentira de un sueño, o tal vez su verdad. ¿Se enterarán los perros también, del otro lado del espejo, de la razón última e las cosas?

Salí esta mañana. Hice nuestro recorrido. No es igual, claro, pero fue una especie de homenaje, una disculpa por no haberme despedido, haberle dejado ir sin que se me ocurriera esa ultima palabra que nunca cabe con un amigo a que siempre hay algo más que decir, por más que todavía no se sepa qué es.

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