Hace muchos, muchos años, lo que para él habrán sido tal vez alrededor de entre cincuenta y sesenta años, Bond disfrutó aquella tarde como un loco, como un niño, como un perro feliz, persiguiendo a los pájaros del parque y del jardín. Daba saltos, hurgaba por entre los matojos, pisaba los arriates, ladraba de tal modo que Caco se quedó en mitad de una pradera absorto mirándolo. Caco era ya para entonces fox terrier, adulto y serio como un viejo soldado inglés regresado de la India, de esos que las películas fingen con barba y mostacho blanco, whisky cerca y cejas hirsutas entre gruñidos de desaprobación.
Bond era cocker americano, cuando le crecía el pelo, le tapaba los ojos y le engordaba las patazas, que no hacían, entonces, ruido alguno cuando venía en busca de galletas, de regreso del paseo de la tarde.
Bond era cariñoso, tierno, con algo de peluche en sus modos. Y como buen segundón, si Caco ocupara la butaca preferida de ambos, él se resignaba debajo, como en el sótano, y cuando el otro se marchaba a sus cosas, de un salto, ocupaba la plaza con la cabeza apoyada en los brazos de la butaca.
Cuando Caco murió, lo echaba de menos, recorría la casa en su busca, y, poco a poco, fue como si se la abriesen las neuronas perrunas y su capacidad de entender. Además, para entonces, de tierno, feliz sosegado, se hizo sabio, un poco por encima del límite de lo que puede serlo un perro cualquiera.
Sabía cuándo era sábado y cuándo domingo, cuándo llegaba la época de los puñeteros cohetes, el calor y el frío, y, como es lógico, sabía distinguir las diferentes clases de galletas o de bizcochos que los humanos suelen alternar a la hora del desayuno y claramente prefería aquellas una miaja más duras y como torradas, que crujían, al morderlas. Y cuando más le gustaban, te miraba, es decir, nos miraba fijo, a mi mujer o a mí, y se relamía: estaba bueno, oye, ¿me das otra? Esta mañana, distraído, al poner las tazas en la mesa, puse también las galletas que más le gustaban. Quedaba como medio paquete, pero Bond ya no estaba. Corretea, seguro, por un jardín, del otro lado del espejo, que digo yo que los perros buenos tendrán también alguna posibilidad de sobrevivir en alguna parte, lo mismo que sobreviven en el recuerdo y te aflojan los lagrimales, siquiera sea un poco y aunque parezca ridículo, inapropiado, injusto cuando tanta gente sufre. Anda, no será cosa de la memoria del perrín, sino de la arterioesclerosis, que dicen que te hace llorar como un imbécil, incluso con los finales felices de las películas cursis.
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