Hay una hora mágica, cada mañana,
cuando allá arriba graznan las gaviotas veleras,
hostiles,
siempre amenazadoras
bajo esa horrible belleza carroñera
de su impoluto plumaje, condenadas
a llevar el pico el estigma rojo de la sangre,
pero, justo a esta hora,
ángeles custodios de la nostalgia del viento del norte,
recaderas del viento, vigías
del horizonte.
Hay una hora en que,
recién nacidos,
vagamos
los humanos, en busca de noticias, con la inquietud
latiéndonos en el pecho
de que no haya amanecido en el resto del mundo.
Abrimos el periódico,
olor a tinta fresca, letras ensangrentadas por el último
crimen
pasional: “¡o mía o de naide! “,
otro coche bomba, más suicidas.
Sin duda, hoy también, en el resto del mundo
la humanidad sigue,
enamorada,
naciendo,
desenfrenada, presa del desamor, escéptica,
debatiéndose,
justo en el umbral
donde la sombra y la luz se equilibran
y flota en el aire
olor a muerte
y a vida, a la vez.
Una hora mágica, de amanecer,
gaviotas
veleras
y una garza sola, en medio del río, señalando con el pico
nadie sabe qué.
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