lunes, 17 de mayo de 2010

Domingo de mayo, la Ascensión, trasladada de unos de los antes tres jueves que había en el año que relucían más que el sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión. Cuando, de acuerdo con el refrán: cerezas en Oviedo y trigo en León. Hoy, domingo de mayo, es decir, ya ayer, primera comunión de los niños. Vienen con sus madres y con las invitadas. La primavera ha despojado a las mozas de sus trapos invernales y ahora traen la escasez conmovedora del percal, que es tiempo de crisis y hay poco dinero, adornando sus cuerpos rotundos, o los indecisos, pero ya hermosos cuerpos recién salidos de la crisálida de la adolescencia, o la belleza recobrada de las madres jóvenes, presumiendo de sus mínimos cogollos de vida nueva, para cada una su milagro, pero muchas recién recobradas de la decepción de ese primer envite que había transformado el empuje entusiasta del amor en los primeros rigores de la convivencia.

De repente, se descubre una veta de ternura, en el pensamiento indeciso del espectador, que mira el mundo fluir, desde la esquina de una espera como ayer la mía, al lado de la Iglesia, viendo moverse a la pequeña multitud congregada por los niños de primera comunión, ingenuamente presumidos con sus atuendos de marineros y de infantas. Esto, te dices, me digo, tiene que haberlo, estar ahí, conteniendo tan singular prodigio estético, envuelto en la precariedad de lo humano, por algo y para algo que se nos escapa y ocurre al mismo tiempo que en cualquier otro lugar, la oscura crueldad de una decepción, de una pérdida, es tal vez la sombra de esta luminosidad de un domingo de mayo, un día radiante.

Cada día me parece más difícil incluso tratar de entender.

El sempiterno misterio de que las cosas imaginables, incluso que las cosas que pasan, o que parece que pasan, resulten imposibles de entender.

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