Resulta aterrador asomarse a los informes de los organismos internacionales que desde diferentes puntos de vista y con muy variados propósitos vigilan el funcionamiento de los engranajes y mecanismos de la sociedad humana a través de sus organizaciones nacionales y sus relaciones, pendientes, en momentos de crisis como el presente, de un hilo sutil, que muchos confiamos en que sea extraordinariamente resistente.
Me asalta la duda de si será tan resistente como va a ser imprescindible si insistimos, como sin duda haremos en tensarlo y probar su flexible elasticidad.
Estamos llegando a la sociedad global y carecemos de estructuras para sostenerla, de organización que estabilice el balanceo de sus desigualdades, de un ordenamiento jurídico capaz de curar sus patologías o, en su caso, operar la en casos de fracturas, irregularidades y demás tumores malignos.
Ensimismados en nuestra habitualidad, en la rutina acomodaticia de nuestro fracaso social lleno de remiendos, y pienso que asombrados por la magnitud del fenómeno en que consiste esta crisis de crecimiento por cambio de época, rota y dispersa en síntomas que afectan a todo cuanto teníamos previsto para acomodarnos en un último estadio de la perfecta sociedad de unos últimos, pero sin duda largos y prósperos tiempos –quizá para siempre, si resultáramos sorprendentemente capaces de derrotar a la muerte y lograrnos inmortales-, nos asusta la dimensión de nuestra pequeñez, en un ámbito insondable en que vivíamos sin saberlo.
Una vez más, el hombre, al despertar de las turbulencias de cada situación de emergencia humana, se pregunta, nos preguntamos quiénes somos, en qué lugar estamos y a dónde iremos a parar. Y tenemos miedo. El miedo a la libertad de que ya habló el pensador y que, descrito con todo lujo de detalles, nos sigue abrumando con su desconocimiento. Nada hay más aterrador que lo inexplicable.
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