Dentro de unos meses, tal vez semanas, quizá no sean más que días, tendremos que enfrentarnos a la realidad de que como grupo social somos pobres.
Lo cual quiere decir que en el orden mundial, ahora bastante más apretado que hace los dos siglos que tienen de vejez las ideas político sociales con que tratamos de reorganizar nuestra sociedad española, la nuestra, como cualquiera de las demás, tiene asignada una cuota de riqueza que está desequilibrada. Lo mismo que ocurre en el mundo, aquí unos pocos tienen mucho y muchos apenas disponen o de lo estrictamente necesario o de lo insuficiente.
Y unos cuantos, diría que entre la cuarta y la quinta parte de la población, es la que trabaja denodadamente y aporta la riqueza útil, es decir lo que posibilita que a trancas y barrancas funcionen los engranajes del conjunto.
Estamos en crisis. Ya lo sé. No es ninguna novedad, pero nuestra crisis lleva el acento, que la subraya, de que no hay quien se ocupe de tratar de ponerle remedio, porque quienes deberían, están convencidos de que todo se arreglará cuando los demás sean más ricos y nos convoquen a compartir su riqueza.
Craso y peligroso error.
El mundo en que vivimos ha entrado en un tiempo nuevo en que las gentes que lo habitan están dispuestas para exigir una adecuada participación en los dos acervos sociales humanos: el saber y la riqueza.
Centenares de millones de personas quieren saber y quieren participar del disfrute de la vida con la holgura mínima de la dignidad personal. Quieren ser todos libres a la vez y todos libres de este lado del espejo, es decir, durante su vida personal y familiar, junto, además, con esa familia, indispensable aún, mientras no se invente otra cosa, para la continuidad de la especie y el imprescindible aprendizaje para su adecuada convivencia social.
Tienen que comprender los que mandan que lo importante ha dejado de ser mandar y ha empezado a ser mandar responsablemente, y, como va resultando cada vez más evidente, con rendición de cuentas respecto de cómo y de que manera se mandó, cuando cada mandato acabe.
Es un anacronismo político social, una patología grave del sistema, partir de la convicción de que lo importante es conseguir el poder a cualquier precio, lograr a cualquier precio la mayoría absoluta y tratar a cualquier precio de provocar o de conservar votos a cualquier precio para mantenerla. Lo lícito es proponer programas de organización, participación y gobierno, proponerlos, que el pueblo, informado, tenga ocasión de contrastarlos con los demás posibles y efectivamente elija en cada ocasión con limpieza y transparencia.
Es urgente disponer de principios éticos del respeto de los cuales dependan la legitimidad de las leyes y las conductas de los gobernantes. Y, en primer lugar, debe tenerse conciencia plena de que la libertad es por definición algo limitado por el respeto de la libertad de los demás.
Es urgente divulgar que hay cosas y conceptos que no cabe someter a sufragio, puesto que en virtud de inalienables principios éticos, incluso están fuera del alcance de la caprichosa voluntad de cualquier iluminado, por más que deslumbre, convoque y convenza a cualquier número de personas.
Cualquier supuesta vía, medida, argucia, alternativa, etc., que se ocurra, se proponga o se adopte para salir de esta crisis en que estamos inmersos, estará equivocada y será inútil.
Yo puedo estar también equivocado.
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