sábado, 29 de mayo de 2010

Sigo con Juaristi, que me pone hoy, apenas iniciado el día, entre la duda y el respeto. Lo he comentado alguna vez; me ponen en un aprieto, los escritores a que por una u otra razón admiro, cuando se meten a autobiografiarse y cuentan de su niñez y su juventud, que, como yo mismo hago con mi pasado cuando trato de recorrerlo a caballo de la memoria, esa cómplice astuta, me invento parrafadas enteras. Parece admirable o imposible, esa es la alternativa, que haya quien, además de ser prodigiosa y prematuramente inteligente, disponga a su lado de amigos o de parientes que también lo sean y así resulte posible un diálogo sotto voce como los que se suceden en la página cincuenta y nueve, cuando su tía, en un funeral, se acerca y le pregunta si habrá algo después, qué cree él, y él, adolescente cuando más, le responda a bote pronto “lo más sinceramente que pudo”, que no lo sabe. Pero lo es todavía más que al replicarle su tía que ella piensa que no hay más, que todo se acaba en un soplo, el, “con sorna”, sea caz de advertirle que “hace unos cuantos años te habrían quemado viva por decir esto” y para colmo, de ser capaz de añadir que debe tener prudencia porque “nuestra gente es muy capaz de volver a aquellas sanas costumbres”.

Deslumbrante.

Pero ¿imaginativo? El adolescente casi nunca es capaz, salvo pintado por la memoria propia, de tener -¿disfrutar? ¿padecer?- esa mezcla de ironía, sorna, escepticismo, temor.

Luego, como consecuencia, me imagino –la imaginación es hija de la memoria, repito, y sin embargo nueva, distinta y hay ocasiones en que puramente utópica, solo que nunca sabemos si esa utopía, de pronto, en circunstancias sorprendentemente coincidentes en el tiempo y en el espacio, puede reconvertirse en habitualidad, como algunos de los imposibles de Julio Verne, que todavía lo eran en la niñez de mi generación-, me imagino, repito, un memento mortis. Imaginar el momento de la muerte en la sana salud presunta de cada día es convocar otra mendacidad, pero al fin y al cabo tampoco parece que podamos crear, en cuanto a lo que lo esencial concierne, “condiciones de laboratorio. En ese preciso momento, la duda, sin dudar de la certeza de la fe, tiene que ser abrumadora, como la soledad del ascensor para el claustrófobo o la inmensidad de la plaza abierta para el agoráfobo.

Pongo esa música enloquecida de Nueva Orleans. Sale el resto de sol, que permanecía acampado más allá del horizonte, esperando noticias de la luz amatista, pionera, tal vez exploradora, del alba.

Repito, admirado, el verso de ayer: “Gracias, Señor; la casa está encendida”.

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