Prisionero, cuando miras a través de la ventana y afuera está el jardín, por mínimo que sea, si llamas jardín a un lugar poblado de flores cultivadas. Prisionero cuando estás fuera, del otro lado de la ventana, asomado hacia tu lugar preferido, donde sueles perderte entre las páginas de un libro o escuchar la música que te gusta.
Un día conté que escuchaba y me gustaban las variaciones Goldberg y poco menos que me llamaron pedante. Bueno, repuse, pues no estaría escuchando eso, sino otra cosa.
Cuando don Alejandro me confió que estaba escribiendo un tratado – seguro que dijo tratado- y comenté que ya, que sí, que un libro sobre enología, él, escandalizado: ¡pero qué dices!. Nada de aquello. Lo que estaba escribiendo don Alejandro era un libro “sobre los vinos que me gustan”. Era una loa, que cantaba las excelsitudes de diversas clases y pelajes de vino, que había degustado con el mayor deleite. En materia de vinos, don Alejandro era poco entendido. De vino, como de otras muchas cosas, no cabe hablar para tratar de convencer, entre otras muchas razones de más peso, porque la cuestión, el cumquibus no está solo en el vino, sino que brota, ya sea mansa, ya torrencialmente, además de en el vino y el ambiente en que se bebe, en la predisposición para tomarlo de ese día concreto.
Recorro de noche media provincia, que ahora se llama autonomía. Sujeto, el conductor, por la obligación de indicar el camino al de otro coche. La lentitud convierte los caminos en otros imaginarios, que, de noche, podrían ser mágicos. Los faros, ahora tan potentes, exploran los grises de la oscuridad, sus recovecos, las arrugas del tiempo. El tiempo, me digo, está hecho de arrugas del universo que se doblan y ajan como los retales invendibles de las viejas sastrerías donde ya no compra casi nadie porque la artesanía cuesta ahora un dineral y ya no es cosa de emigrante pobre, americano del pote, comprar chaquetas “de apéame una”, como se despreciaba el ahorro de la ropa confeccionada cuando yo era niño. La lentitud se ha convertido en un inesperado estupor de los sentidos, que recobran, si bajas la ventanilla, olores viejos, de tomillo y laurel, de helecho húmedo y tierra recién mojada. No es por falta de ganas, por lo que no digo que paren, me apeo y me siento en el borde de la cuneta, donde ahora, si te sientas, no tardará en venir un representante de la omnipresente autoridad, la pesada mano administrativa, a posarse en tu hombro y una voz temblorosa de energía reprimida te recordaría que casi nada puede hacerse, en este mundo de locos febriles, y mucho menos en la zona de influencia de una carretera, por donde pasan como proyectiles las latas de conserva con ruedas de los humanos, ese su más disparatado y útil invento, objeto de deseo, obsesión, vehículo de la locura elogiable que sin duda reescribiría Erasmo, sardónico. Vais tan aprisa, nos diría, que corréis el riesgo de llegar mucho antes a donde no habríais querido ir.
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