viernes, 28 de mayo de 2010

He paseado esta semana que se agota por las capitales de la Nación, de la Autonomía y de mi paisaje interior.

Se aprende, durante este trabajoso camino de la vejez, a hacerlo, es decir, a pasear, con mucha mayor lentitud. Da tiempo, si está uno en un paisaje rural, a escuchar y oler cosas que antes, con las prisas juveniles y las preocupaciones y ocupaciones propias de la juventud y de la madurez, apenas nos llamaban un mínimo de atención.

Excusado es decir que cuando el paisaje es urbano, los sonidos y los olores se concentran en unos pocos, pero nos cercan más, hay momentos que hasta el agobio-

En una ciudad, en tiempos como éste, resulta curioso fijarse en la expresión, incluido el lenguaje gestual, de los que se cruzan con nosotros o pasan a nuestro lado mientras descansamos del esfuerzo que ahora supone ir de un lado a otro, por cerca que estén, sobre todo cuando hace demasiado frío o empieza a sobrar el calor.

Hay demasiada gente –insisto, “hermosa gente”, en el lenguaje y la adjetivación por tanto, de Saroyan, en “La comedia humana”-, sobre todo en los espacios peatonales, que en seguida se advierte que sufren de una evidente sensación que podría ser de rencor, o, cuando menos, de desasosiego. Demasiada gente al acecho, para pedir, los más bondadosos o menos atrevidos, para exigir, los que conservan mayor dignidad, para tratar de apoderarse de lo ajeno, los más desesperados. Insisto en que la expresión “hermosa gente”, los abarque a todos. Sólo es circunstancial, fruto sin duda del azar, esfuerzos aparte, que es probable que hayamos hecho todos, que unos seamos más pudientes que otros. Da que pensar la responsabilidad que nos atañe respecto de todos los otros. Porque nos apartamos de esa multitud que viene a pedirnos, exigirnos, insultarnos a veces. Cierto que no podríamos en ningún caso probablemente atenderlos a todos, pero sí pensar algo que alivie estar pesada carga social, esta enfermedad social, que es la necesidad compartida por tantos.

Hacia dentro, persona abajo, me sirve de lección de humildad leer en la espalda de otro libro, en este caso las memorias que titula Jon Juaristi “Cambio de destino”, que alguien haya escrito que “la memoria es uno de los nombres posibles de la imaginación”. Yo creía que esta era una originalidad que se me había ocurrido a mí, pero descubro que ya se ha pensado e incluso escrito por otros. Me ocurre cada vez con mayor frecuencia, que encuentro en libros, algunos viejos, donde se habla de cosas que yo pensaba que se me habían ocurrido a mí como novedades. Toda una cura de humildad. Somos singulares y diferentes, pero nada más que hasta cierto punto. Más gente, por uno u otro camino, algunos incluso con mayor facilidad, superaron hace tiempo nuestra capacidad de ir deduciendo pasos en el arduo y estrecho camino de la sabiduría, tan complicados, complejos y llenos de sugerencias sucesivas, que algunos, como mi buen y antiguo amigo Raimundo Paniker hasta encuentran el tiempo indispensable para ir a contrastar nuestra herencia griega con su milenario origen oriental y vuelven desbordados por el descubrimiento de que cada paso hacia el saber revela mayor sencillez y claridad, pero alarga la sombra de la consciencia de mayor ignorancia que nos acucia y que jamás tendremos tiempo de desentrañar. La vida podría ser un camino iniciático hacia la insaciabilidad de la curiosidad. Lo dice el poeta, o lo insinúa, “vivo sin vivir en mí”.

En “El Cultural” de hoy, se admira justamente un verso del final de un poema de Luis Rosales, cuyo centenario al parecer se está cumpliendo, que siempre me ha deslumbrado. El poeta, durante ese final de poema, regresa cansado a caso un anochecer, un panorama urbano, mira hacia arriba y ve la luz en las ventanas. Y exhala, más que escribe, ese último verso deslumbrante: “Gracias, Señor, la casa está encendida”.

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