Le llama, una señorita sagaz, a la gripe, gripe cochina, con acierto, pienso, ya que de un golpe y con sólo una palabra, economía que aconseja Gracián, da cuenta de su origen y de la mala condición del bicho en sí mismo considerado –me refiero al virus, claro, que del cochino casi todo el mundo conoce el aprovechamiento, empezando por el jamón de pata negra y acabando por los morros, pezuñas y rabo, pero tenía que ser él, el pobre, involuntaria sede, plataforma de lanzamiento del comando vírico-, que nos amenaza con traer por la calla de la amargura.
Rematando abril, con sus aguas mil, en efecto, este año, que apoya el refranero y puesto que marzo no mayeó, podemos confiar en que mayo no marcée demasiado, ya veremos. De momento, este norte de nuestros amores se estremece, friolero, sobre todo por las calles que van al hilo del norte y el nordeste, prácticamente las mismas. El viento del norte, ominoso y oscuro, y el nordeste, que limpia y bruñe el cielo, pero difumina las lejanías con una gasa sutil, son vientos que traen reminiscencias del hielo de allá arriba, donde los silencios blancos y los iglús.
Se nota que hay menos dinero circulando. Decían de las gacelas, pero estoy convencido de que el animal más medroso de todos es el dinero, que esconden y atesoran cuantos pueden, disfrazándolo, escondiéndolo, disimulándolo. Es, con coche –creo que el coche todavía más-, el otro invento que creo que más ha contribuido a la esclavitud de la gente de nuestro tiempo, cada vez más sorprendente.
Ahora hemos dado en lo de las fotografías. ¡Mira que llevamos tiempo algunos haciendo fotografías!, yo desde que retraté a mi madre, en un banco de la playa, con la primera cámara, de bakelita, una Brownie Baby, que conservo, lo mismo que aquella fotografía entrañable, que me había regalado mi abuelo cuando cumplí los cinco años. Bueno, pues ahora mucho cuidadín porque personas y cosas tienen sorprendentes copyrights y el hecho de que por casualidad “salga” en tu foto alguien te puede complicar la existencia con reclamaciones y protestas inesperadas e inexplicables. Poco menos que cuando aquello de los indios de determinadas tribus prohibían que los retratasen, para que nos e les llevaran una esquirla del alma.
En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 28 de abril de 2009
lunes, 27 de abril de 2009
Cuando menos lo esperábamos, ha estallado una gripe, al parecer procedente de los cerdos, ese animal tan prodigiosamente aprovechable, que estoy seguro que no ha tenido arte ni parte en la mutación viral que amenaza con diezmarnos, a los humanos, a poco motivo que tenga la alarma que a la vez nos quieren repartir sin sembrar las instancias político administrativas. Esa gente que colectivamente nos dice que no nos alarmemos, pero que hay que tomar precauciones porque este bicho infinitesimal puede matar.
Los más viejos, al parecer también parte de los más vulnerables, nos lo tomaremos, espero, con mayor calma. En el umbral, donde estamos, de nuestro último acontecimiento importante, tampoco es tan grave que se adelante o se atrase un poco cuando al fin y al cabo ya era y continúa siendo cosa de cualquier día.
Para los más jóvenes, en cambio, para los que debería ser inquietante, compensa la seguridad que confiere serlo –joven- y el valor que proporciona, con esa inevitable confianza que sin duda proporciona de que el peligro no concierne, está lejos o es cosa de otros.
Viene de la habitualidad en la ficción del cine, de la tele, de las novelas, donde a los protagonistas, casi siempre los mejores, les ayuda siempre la fortuna, cuando no alcanza a resultarles suficiente el ingenio, tan prodigiosamente feraz en recursos, para salir con bien de los riesgos y que el bien y la bondad deban salir triunfantes. Cuando salimos del cine, apagamos el televisor o cerramos el libro, casi nunca nos identificamos con los personajes secundarios de cada narración, buenos y malos, sino que casi siempre estamos convencidos de parecernos de algún modo al personaje central de la trama, como tal inaccesible a cualquier clase de peligro.
De algún modo, la gripe, con su resonancia de peligro, tan útil para recordarnos lo vulnerable de nuestra confianza en la estabilidad de las circunstancias de nuestra humana condición, puede ser útil para sugerirnos salidas de escape para la crisis que nos tenía atrapados y desorientados en su laberinto.
Los más viejos, al parecer también parte de los más vulnerables, nos lo tomaremos, espero, con mayor calma. En el umbral, donde estamos, de nuestro último acontecimiento importante, tampoco es tan grave que se adelante o se atrase un poco cuando al fin y al cabo ya era y continúa siendo cosa de cualquier día.
Para los más jóvenes, en cambio, para los que debería ser inquietante, compensa la seguridad que confiere serlo –joven- y el valor que proporciona, con esa inevitable confianza que sin duda proporciona de que el peligro no concierne, está lejos o es cosa de otros.
Viene de la habitualidad en la ficción del cine, de la tele, de las novelas, donde a los protagonistas, casi siempre los mejores, les ayuda siempre la fortuna, cuando no alcanza a resultarles suficiente el ingenio, tan prodigiosamente feraz en recursos, para salir con bien de los riesgos y que el bien y la bondad deban salir triunfantes. Cuando salimos del cine, apagamos el televisor o cerramos el libro, casi nunca nos identificamos con los personajes secundarios de cada narración, buenos y malos, sino que casi siempre estamos convencidos de parecernos de algún modo al personaje central de la trama, como tal inaccesible a cualquier clase de peligro.
De algún modo, la gripe, con su resonancia de peligro, tan útil para recordarnos lo vulnerable de nuestra confianza en la estabilidad de las circunstancias de nuestra humana condición, puede ser útil para sugerirnos salidas de escape para la crisis que nos tenía atrapados y desorientados en su laberinto.
sábado, 25 de abril de 2009
Contar un cuento, hacerlo bien y que sea un hermoso cuento es mucho más difícil que el exabrupto de un poema, el grito, que el poema es siempre, como expresión de la sorpresa que se experimenta ante una sensación o con motivo de una situación inesperada.
El poema, por añadidura, lo leen siempre gentes más o menos sofisticadas, en cambio el cuento en su más genuina manifestación, suele ir destinado a niños, que entienden o no lo que se les cuenta y con ingenua e inocente crueldad te suelen decir lo que piensan del cuento y de tu modo de contarlo.
Cabe decirle a un niño un poema, pero mejor que suene como el agua de un manantial o como sonidos de lluvia o de viento, simples, sencillos, naturales, expresivos. Con toda la musicalidad posible. Los sonidos de la naturaleza son musicales y se conjugan sin esfuerzo cuando coinciden. Se imbrican con naturalidad y forman melodía.
Lo desconcertante y muchas veces desalentador es que nunca puede sustituirse mediante estudio, concentración y constancia lo que ha de ser, además de estudio, concentración y constancia, inspiración.
El poema, por añadidura, lo leen siempre gentes más o menos sofisticadas, en cambio el cuento en su más genuina manifestación, suele ir destinado a niños, que entienden o no lo que se les cuenta y con ingenua e inocente crueldad te suelen decir lo que piensan del cuento y de tu modo de contarlo.
Cabe decirle a un niño un poema, pero mejor que suene como el agua de un manantial o como sonidos de lluvia o de viento, simples, sencillos, naturales, expresivos. Con toda la musicalidad posible. Los sonidos de la naturaleza son musicales y se conjugan sin esfuerzo cuando coinciden. Se imbrican con naturalidad y forman melodía.
Lo desconcertante y muchas veces desalentador es que nunca puede sustituirse mediante estudio, concentración y constancia lo que ha de ser, además de estudio, concentración y constancia, inspiración.
viernes, 24 de abril de 2009
La mar
podría ser el amor que viene
de nadie sabe dónde y nadie sabe en qué consiste.
Y la tierra recibe a la mar
con la carne abierta,
trémula, rubia
de la playa
o con el fragoroso desdén del acantilado,
despeinado
de graznidos de gaviotas.
La tierra y la mar, se conjugan,
ora marea alta,
combativa,
ora baja, complaciente, enamorada, cascabelera
de besos y espuma.
Yo me estoy,
Mirándolo todo. Absorto,
desde la aparente impunidad de la orilla,
que poco a poco, sin embargo,
se desmorona y convierte
en la niebla
en que me voy disolviendo
como un olvido.
podría ser el amor que viene
de nadie sabe dónde y nadie sabe en qué consiste.
Y la tierra recibe a la mar
con la carne abierta,
trémula, rubia
de la playa
o con el fragoroso desdén del acantilado,
despeinado
de graznidos de gaviotas.
La tierra y la mar, se conjugan,
ora marea alta,
combativa,
ora baja, complaciente, enamorada, cascabelera
de besos y espuma.
Yo me estoy,
Mirándolo todo. Absorto,
desde la aparente impunidad de la orilla,
que poco a poco, sin embargo,
se desmorona y convierte
en la niebla
en que me voy disolviendo
como un olvido.
Irse a la Capital y volver es ahora un paseo de mañana o de tarde, que los más viejos recordamos de cuando íbamos rezando, durante días completos, el rosario de los pueblos de Castilla y de León.
Ahora, ir a la meseta, llegarse a Madrid, es cosa de un suspiro, sin más pueblos que los de las lejanías sucesivas, casi más bien adivinados que entrevistos desde el túnel a cielo abierto de la autovía.
Madrid tiene en el laberinto de las calles viejas y el costado abierto de la Universitaria, más o menos a la vista. Mis recuerdos de juventud. Por eso me gusta ir a las callejas y las plazuelas del enorme rincón del Madrid de los Austrias, por entre la Puerta del Sol, el Rastro, San Francisco el Grande y el Manzanares. Por ahí entré yo en la Capital la primera vez y por un lado me pesa, pero por otro me completó ir después a la Ciudad Universitaria, por donde jugábamos a hacer filosofía, amparados por la sempiterna palidez del cielo que besa el Guadarrama. Dice Gerardo Diego que “Guadarrama afila sus uñas de piedra, por aquí fue España, llamaban Castilla a unas rocas altas”.
Parece más joven, Madrid, en primavera. Pero murieron las viejas librerías y los cafés de tertulia. Madrid es ahora una ciudad más abigarrada, tal vez más cosmopolita, a que le sacaron el Ayuntamiento de la Edad Media y se lo han traído al barroco de la moderna, al Palacio de Comunicaciones, como si quisiera la corporación, o tal vez el alcalde, abandonar la vieja piel y asomarse, pero no demasiado, a una modernidad que no le va a Madrid, que no es capital de futuro, sino de recuerdos, por muchas torres que le pongan por todas las esquinas.
Estuve presentando un libro. Presentar un libro es siempre relativamente fácil, porque siempre se hace por alguna razón digna de tenerse en cuenta. En este caso, se homenajeaba a un español ilustre. Uno de esos que España sacrifica porque no son exagerados, no son radicales y no toman partido por nadie que se considere definitivamente iluminado.
Tal vez sea un síntoma de las sociedades incompletas la incapacidad de apreciar los semitonos, los bemoles, los sostenido, los silencios, y la aconsejada y aconsejable advertencia de que cambiar de opinión es cosa de sabios, una sociedad inmadura o una podrida –que o no ha llegado o se ha pasado de madurez- siempre opina que quien deja de ser como era es siempre traidor a algo o a alguien con quien antes coincidía.
Tal vez por eso elogiamos siempre tanto y tan bien a los muertos, que, ocurra lo que ocurra al otro lado, de éste ya serán siempre lo que fueron y permanecen siendo en los daguerrotipos de la memoria. Otra cosa es que cada uno sigamos interpretando lo que dijeron o callaron como conviene a nuestra convicción personal o a nuestros alcances.
Vuelvo de Madrid, con parada en la capital de mi autonomía, borracho de cansancio, pero alegre y con provisión de sol y el recuerdo de la retama recién florecida jugando a fingir primavera donde antes yacían, ¿dormidos?, los pueblos de adobe y soledades.
Ahora, ir a la meseta, llegarse a Madrid, es cosa de un suspiro, sin más pueblos que los de las lejanías sucesivas, casi más bien adivinados que entrevistos desde el túnel a cielo abierto de la autovía.
Madrid tiene en el laberinto de las calles viejas y el costado abierto de la Universitaria, más o menos a la vista. Mis recuerdos de juventud. Por eso me gusta ir a las callejas y las plazuelas del enorme rincón del Madrid de los Austrias, por entre la Puerta del Sol, el Rastro, San Francisco el Grande y el Manzanares. Por ahí entré yo en la Capital la primera vez y por un lado me pesa, pero por otro me completó ir después a la Ciudad Universitaria, por donde jugábamos a hacer filosofía, amparados por la sempiterna palidez del cielo que besa el Guadarrama. Dice Gerardo Diego que “Guadarrama afila sus uñas de piedra, por aquí fue España, llamaban Castilla a unas rocas altas”.
Parece más joven, Madrid, en primavera. Pero murieron las viejas librerías y los cafés de tertulia. Madrid es ahora una ciudad más abigarrada, tal vez más cosmopolita, a que le sacaron el Ayuntamiento de la Edad Media y se lo han traído al barroco de la moderna, al Palacio de Comunicaciones, como si quisiera la corporación, o tal vez el alcalde, abandonar la vieja piel y asomarse, pero no demasiado, a una modernidad que no le va a Madrid, que no es capital de futuro, sino de recuerdos, por muchas torres que le pongan por todas las esquinas.
Estuve presentando un libro. Presentar un libro es siempre relativamente fácil, porque siempre se hace por alguna razón digna de tenerse en cuenta. En este caso, se homenajeaba a un español ilustre. Uno de esos que España sacrifica porque no son exagerados, no son radicales y no toman partido por nadie que se considere definitivamente iluminado.
Tal vez sea un síntoma de las sociedades incompletas la incapacidad de apreciar los semitonos, los bemoles, los sostenido, los silencios, y la aconsejada y aconsejable advertencia de que cambiar de opinión es cosa de sabios, una sociedad inmadura o una podrida –que o no ha llegado o se ha pasado de madurez- siempre opina que quien deja de ser como era es siempre traidor a algo o a alguien con quien antes coincidía.
Tal vez por eso elogiamos siempre tanto y tan bien a los muertos, que, ocurra lo que ocurra al otro lado, de éste ya serán siempre lo que fueron y permanecen siendo en los daguerrotipos de la memoria. Otra cosa es que cada uno sigamos interpretando lo que dijeron o callaron como conviene a nuestra convicción personal o a nuestros alcances.
Vuelvo de Madrid, con parada en la capital de mi autonomía, borracho de cansancio, pero alegre y con provisión de sol y el recuerdo de la retama recién florecida jugando a fingir primavera donde antes yacían, ¿dormidos?, los pueblos de adobe y soledades.
martes, 21 de abril de 2009
Me voy a Madrid. Ahora no hay ya violeteras, si acaso alguna disfrazada, ni en la calle de Alcalá ni en la primavera de Madrid, que es primavera de acacias. En Sevilla, los naranjos, en Madrid, acacias. Cuando las acacias se quedan quietas, como en éxtasis, es que una bola de calor está cayendo sobre la ciudad, agobiándola. Un movimiento apenas perceptible de sus hojas, es un suspiro de frescor que se permite la brisa. Ayer de muchos ayeres, cuando yo era estudiante, a veces, después de comer, tomábamos café en una terraza cualquiera. Recuerdo haber leído parte de Sparkembroke, esa bellísima novela de Charles Morgan, sentado en la terraza de un café de la avenida de la Reina Victoria. Entonces, enfrente, había una polvorienta explanada sobre que, de modo alternativo, hacían la instrucción cadetes de la guardia civil, o, como a aquella hora, echaban los niños a volar sus cometas. Madrid es una capital desaliñada, barroca, caprichosa, que ahora, además, con esto de las autonomías, al quedarse sin demasiado que hacer parece estar como desorientada y a veces hasta perdida por los vericuetos de su casco antiguo, por donde la capa y la espada del declinar inexorable de los Austria. Los sucesivos supuestos desarrollos, en realidad arrebatos, de Madrid, la han ido deformando de modernismos insensatos. Los barrios, que antes eran pueblos ensimismados, ahora se han abigarrado de nacionalidades, religiones y razas que están fraguando un porvenir mestizo, cada vez más fuerte y más pletórico de posibilidades. Madrid, como la economía del mundo, está en crisis. Tiene taquicardias de ahogo, al sentirse incapaz de respirar el aire del futuro con la violencia de prisas que le llega. Esta noche dormiré, si la dureza de la cama extraña me deja, envuelto en el celofán de ululares de policías, ambulancias y silbidos. Madrid no duerme nunca. No es como cuando las palmadas de los serenos, que llegaba una hora que se arrimaban a la hoguera del bidón de la obra de la esquina para dormir las dos últimas imaginarias de calles vacías. Ahora, la noche, frenética, sirve incluso para rellenar los plúteos de los grandes almacenes donde fracasa la economía reconvertida en fuegos artificiales que encalabrinan al espectador y no le permiten darse cuenta, hasta que vuelve a casa, de que tampoco necesitaba el collar de abalorios.
Es posible enamorarse de un recuerdo, o, si prefieres, en él, de alguien que está allí, en el viejo daguerrotipo del álbum de la memoria, sonriendo a tu lado, y entonces no hubo nada, pero al abrir la página, ahora mismo, o ayer, o cuando sea, una página estática. Como todas las fotografías de la memoria, que no sabe de rodaje de películas y lo que guarda son como instantáneas de momentos que por un misterioso impacto especial se han quedado marcadas, como huellas más profundas en terreno blando, y de pronto están ante mí, proporcionándome la ilusión de que el hombre puede volver atrás y revivir hechos, actos, situaciones en que podrías haber seguido andando, doblado la esquina y cambiado tu vida. O, como esto de que hoy hablamos, haberte enamorado una vez más, de las numerosas que te enamorabas cuando adolescente, con aquellos amores siempre eternos, que desde luego lo eran mientras duraban, que por paradoja solía ser poco porque eran como la humedad de la lluvia o el frescor del viento, que te besan, te embelesan y pasan y ya ha ocurrido y de nuevo eres tú mismo, con tu misma sombra derramada a tus pies, anclándote, parece, en su profunda ignorancia invencible, que estudias, estudias, crees que aprendes y ahí esta, recomendándote la humildad de su anonimato, por un lado, y por el otro amarrándote a la noche de que todas las sombras proceden, imagen de la que hubo antes de la creación, cuando nadie sabe, o por lo menos nadie recuerda ya lo que había.
lunes, 20 de abril de 2009
Nadie, ni en este mundo ni en sus paralelos, ni en los convergentes o los divergentes, puede llegar a conocer la verdad. Ni siquiera las hadas pueden, por muchos hechizos que sean capaces de imaginar o de realizar con un sencillo o complicado movimiento de una de esas varitas mágicas de cuya existencia tan poco sabemos pese a estar convencidos. Todos, alienígenas incluidos, tenemos sin embargo esta necesidad y esta avidez por conocer la verdad, por mucho que haya ocasiones en que imaginarla nos asuste tanto. Por eso hemos de peregrinar todos hasta llegar al espejo –la dama del alba, la más pálida-, del otro lado del cual se halla la verdad.
domingo, 19 de abril de 2009
El misterio de la fábula empieza cuando se pasa al renglón siguiente de la moraleja, donde se supone que para restablecer la justicia, si ajustaras tu conducta a la recomendación, deberías recibir tu premio. Algo parecido ocurre con las novelas de final feliz: y después –te preguntas- ¿qué?
No supondrás que me creo lo de que fueron felices y comieron perdices, o que se acabó el trabajo en la jefatura de policía a que está adscrito el investigador del crimen recién esclarecido.
¿Qué ocurrió después al beneficiario de una cura milagrosa o de una resurrección como la de Lázaro?
Se me ocurre que el presente es un taller en que se transforma el futuro en recuerdos, que es tanto como decir en historia. Y acabo de leer no sé dónde que un historiador dice que cada vez que un historiador cuenta la historia, ofrece una versión distinta de los mismos hechos. No dice una interpretación, sino una versión, diferente. Como si el pasado pudiera modificarse, como hay quien pretende.
Lo que sí parece claro es que es cierto que hay un tiempo para cada cosa.
No supondrás que me creo lo de que fueron felices y comieron perdices, o que se acabó el trabajo en la jefatura de policía a que está adscrito el investigador del crimen recién esclarecido.
¿Qué ocurrió después al beneficiario de una cura milagrosa o de una resurrección como la de Lázaro?
Se me ocurre que el presente es un taller en que se transforma el futuro en recuerdos, que es tanto como decir en historia. Y acabo de leer no sé dónde que un historiador dice que cada vez que un historiador cuenta la historia, ofrece una versión distinta de los mismos hechos. No dice una interpretación, sino una versión, diferente. Como si el pasado pudiera modificarse, como hay quien pretende.
Lo que sí parece claro es que es cierto que hay un tiempo para cada cosa.
sábado, 18 de abril de 2009
Como en la fábula del sabio pobre, vamos
lamentando
no ser capaces de sobrevivir al paisaje,
que muere, pero mucho más despacio que nosotros,
no pensamos
en el insecto o en la flor,
que se despiden
con el suspiro de su olor,
o la picadura desesperada, que nos dejan.
Preferiríamos
seguir siendo nosotros,
con duración de árbol,
de montaña o de río.
¿Para qué?,
si todos
disfrutaremos
o sufriremos,
y compartiremos ese mismo último angustioso instante
de atravesar la superficie del espejo
como si hubiéramos durado lo mismo.
lamentando
no ser capaces de sobrevivir al paisaje,
que muere, pero mucho más despacio que nosotros,
no pensamos
en el insecto o en la flor,
que se despiden
con el suspiro de su olor,
o la picadura desesperada, que nos dejan.
Preferiríamos
seguir siendo nosotros,
con duración de árbol,
de montaña o de río.
¿Para qué?,
si todos
disfrutaremos
o sufriremos,
y compartiremos ese mismo último angustioso instante
de atravesar la superficie del espejo
como si hubiéramos durado lo mismo.
Me has puesto una nota, dyanna, un comentario que agradezco, en que dices que hay días o lecturas del blog en que estás presente lees, escuchas el soliloquio de este viejo bribón que sueña el soliloquio en voz alta de su desahogo de escribir, contar de mala manera lo que escucha tan sorprendente. Porque lo más triste de un escritor mediocre, es tener por lo general la sensibilidad para escuchar, la necesidad de repetir y compartir, pero no acertar a hacerlo y que lo que escribas te salga siempre ramplón. Ser escritor, pienso que de alguna manera es perder la vergüenza y seguir tratando de contar lo que sientes, aún consciente de su insuficiencia, por si un día, como aquel burro que cuentan que encontró una flauta por casualidad, sopló por casualidad por el lugar adecuado y por casualidad sonó el principio de una melodía. Escribir, para quien tiene la tenaz voluntad de hacerlo –no me atrevo a llamarle vocación en mi caso-, es como vivir: una búsqueda de la verdad que no puede hallarse del todo nunca, porque atinar con la verdad sería volver al Paraíso y eso al parecer lo veda un ángel, con una espada flamígera, debido a lo cual, la vida y el afán de escribir son sendos caminos que ambos concluyen ante el espejo del otro lado del cual hay quien dice que hay otra vida y quien asegura que no hay nada. Que alguien me diga que leyó lo que escribí es como encontrarse con alguien que podría nada menos que convertirse en amigo. La amistad es eso. Vas por la vida absorto en tu rutina o en sus desviaciones casi siempre tan sorprendentes y de pronto topas con otra persona en principio desconocida, con la que cruzas unas palabras que siempre pueden convertirse en conversación, y la conversación, a la larga, en amistad con otro, que es siempre compartir unos pasos, una etapa o el camino.
viernes, 17 de abril de 2009
Fue, creo, Séneca, el que nos alertó contra esa peculiar tendencia que mantenemos de culpar a personas, cosas y circunstancias de nuestro entorno de las pequeñas cosas que nos pasan y molestan a menudo, como cuando el ordenador se empeña en hacer algo que creemos no haberle ordenado, o cuando por segunda vez se nos caen las gafas al suelo, o cuando alguien realiza cualquier acción banal a nuestro lado, que en seguida referimos a nuestra dignidad personal. Si, decididamente creo que fue Séneca el que para esos casos dejó recomendado que nos tomáramos la vida con la indispensable calma y seguro que entenderíamos que estamos inmersos en multitud de circunstancias que ocurren sin tenernos en cuenta, la mayoría sin intencionalidad siquiera posible, por mucho que nos afecten.
Lo digo a cuento de que esta mañana, cuando el perro en una punta de la correa extensible y yo de la otra -¿quién saca de paseo a quién?, es decir, quién gobierna el tandem constituido por nuestra pequeña comitiva?-, se ha puesto a llover. Como si la nube nos estuviera esperando, al acecho, y tuve, hasta que recordé la recomendación del viejo filósofo, la tentación de rezongar. Del otro lado de la correa, el viejo cocker, sin boina ni impermeable, se sacudía a veces y me miraba de lado, pienso que con cierta expresión sardónica, como si se estuviera a su vez preguntando la clase de amo que tiene, que no sabe aguardar al claro de entre chubasco y chubasco, que hay siempre en estas nortadas sin mala intención de la primavera, cuando llueve con cierta desgana, para cumplir con el refrán de que en abril aguas mil, disuasor de que nos creamos del todo que viene un cambio climático tan súbito como nos lo pintan las películas de ciencia ficción, equivalentes a cada bulo de cada fin de milenio, cuando tantísimos visionarios llegan a la conclusión de que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina.
¿Os he dicho que ayer estuve en la presentación de un libro?. Me maravilla siempre la capacidad de algunas personas para hablar tanto y desde tales perspectivas de los libros que parecen haber leído cosas diferentes de las que apreciamos el común de los mortales. Uno de los asistentes me preguntó por mis escritos y le contesté, sincero, que mis escritos son “de tono menor”. Creo que le dije algo así como que tengo una idea, si no completa y cumplida, de mis límites y limitaciones. No me ha creído. ¿Por qué hay quien no cree que existamos personas de verdad humildes, que sabemos que lo nuestro es un constante esfuerzo por mejorar lo que advertimos que nos sale cuando más mediocre?
Incluso cuando releo tras de cierto tiempo algún escrito mío que me parece un poco más aceptable –he de confesar que alguno, hasta posiblemente calificable de bueno-, me advierto a mi mismo de que lo propio parece siempre mejor de lo que es, que ha de contrastarse con uno de esos admirables libros que tengo al alcance de la mano, saco de bajo la capa de polvo de la estantería fatigada, combada bajo el peso múltiple, repaso un par de páginas y recobro, entre vaharadas de envidia, la conciencia de mi dimensión.
Lo digo a cuento de que esta mañana, cuando el perro en una punta de la correa extensible y yo de la otra -¿quién saca de paseo a quién?, es decir, quién gobierna el tandem constituido por nuestra pequeña comitiva?-, se ha puesto a llover. Como si la nube nos estuviera esperando, al acecho, y tuve, hasta que recordé la recomendación del viejo filósofo, la tentación de rezongar. Del otro lado de la correa, el viejo cocker, sin boina ni impermeable, se sacudía a veces y me miraba de lado, pienso que con cierta expresión sardónica, como si se estuviera a su vez preguntando la clase de amo que tiene, que no sabe aguardar al claro de entre chubasco y chubasco, que hay siempre en estas nortadas sin mala intención de la primavera, cuando llueve con cierta desgana, para cumplir con el refrán de que en abril aguas mil, disuasor de que nos creamos del todo que viene un cambio climático tan súbito como nos lo pintan las películas de ciencia ficción, equivalentes a cada bulo de cada fin de milenio, cuando tantísimos visionarios llegan a la conclusión de que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina.
¿Os he dicho que ayer estuve en la presentación de un libro?. Me maravilla siempre la capacidad de algunas personas para hablar tanto y desde tales perspectivas de los libros que parecen haber leído cosas diferentes de las que apreciamos el común de los mortales. Uno de los asistentes me preguntó por mis escritos y le contesté, sincero, que mis escritos son “de tono menor”. Creo que le dije algo así como que tengo una idea, si no completa y cumplida, de mis límites y limitaciones. No me ha creído. ¿Por qué hay quien no cree que existamos personas de verdad humildes, que sabemos que lo nuestro es un constante esfuerzo por mejorar lo que advertimos que nos sale cuando más mediocre?
Incluso cuando releo tras de cierto tiempo algún escrito mío que me parece un poco más aceptable –he de confesar que alguno, hasta posiblemente calificable de bueno-, me advierto a mi mismo de que lo propio parece siempre mejor de lo que es, que ha de contrastarse con uno de esos admirables libros que tengo al alcance de la mano, saco de bajo la capa de polvo de la estantería fatigada, combada bajo el peso múltiple, repaso un par de páginas y recobro, entre vaharadas de envidia, la conciencia de mi dimensión.
miércoles, 15 de abril de 2009
Me cuentan de un señor que, para abrir una modesta industria como autónomo, tardó, sin descuidarse, insistiendo, rogando, enloqueciendo, algo menos de tres años en obtener todas las autorizaciones imprescindibles.
Escoge uno cualquiera, masculino o femenino –como dicen ahora para que nadie se ofenda-, un ejemplar joven –suele serlo- de la especie humana. Seguro que se trata de un espécimen cordial, bienintencionado, predispuesto a la broma y, si hay ocasión, a enamorarse con locura y para siempre –será mientras dure, pero mientras dure, será para siempre-, que se pone a estudiar más o menos, según las dimensiones de su ambición, y que saca unas oposiciones y se convierte en funcionario.
La toma de posesión, con demasiada frecuencia, lo primero que hace es cambiarle el carácter, mudárselo a peor, convertirlo en un individuo malhumorado e impaciente a que molesta que los pobres diablos como nosotros, que jamás hemos sido funcionarios, tengamos la desfachatez de presentarnos ante su ventanilla con la a todas luces absurda pretensión de que en un plazo prudente, previos el trámite y los pagos que puedan proceder, desde ella nos resuelva algo.
Con una sonrisa sarcástica, un rictus, más bien, taraceado de desprecio, puede que tenga a bien informarnos de que nuestra pretensión, tan inocente como parecía, necesitará por lo menos la tramitación de sendos expedientes, que deberán seguirse sucesivamente en media docena de oficinas, dependientes como es para cualquier funcionario lógico, de otros tantos diferentes ministerios.
-¿Y eso cuánto puede durar? –les preguntas con timidez tus asesores-
-Pues mira, con suerte, un par de años o tres de arduos trabajos y a ratos dedicación plena.
A uno, lo primero que se le ocurre es que alguien le está gastando una broma. Luego se enfada, sin el más mínimo resultado, y, como consecuencia, se desespera casi tanto como el agrimensor o el procesado de Kafka. Luego, mucho después, descubres con horror que tú, que siempre has sido gente de orden, estás llegando a la conclusión de que el anarquismo más radical podría remediar siquiera fuese en parte, alguna de las miserias de nuestra sociedad, este planeta cubierto de consignas brillantes y solidarias declaraciones de derechos humanos, derechos de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los toreros y los militares sin graduación y podrido de expedientes, papirolocura y endurecimientos de la burocracia –a la burocracia, cuando se endurece, se le dobla la erre y se convierte en lo que se convierte, como todo el mundo sabe-. Eso sí, cada funcionario incrustado en la cadena administrativa tiene la doble protección de su inamovilidad, su perennidad y su pensión asegurada, por un flanco, y, por el otro, el cinturón de hierro de la barbacana del camino iniciático contencioso administrativo, a lo largo del cual, se blanquean los huesos de recurrentes fallecidos en el empeño de llegar a algún lugar, algún fin de etama en que alguien los reintegrase al sentido común de la ventanilla única y el funcionariado servicial, responsable, previo procedimiento sumario y suficiente para esclarecer als circunstancias del supuesto, en los respectivos casos, cuando por lo visto se dan, de morosidades, errores y disparates.
Escoge uno cualquiera, masculino o femenino –como dicen ahora para que nadie se ofenda-, un ejemplar joven –suele serlo- de la especie humana. Seguro que se trata de un espécimen cordial, bienintencionado, predispuesto a la broma y, si hay ocasión, a enamorarse con locura y para siempre –será mientras dure, pero mientras dure, será para siempre-, que se pone a estudiar más o menos, según las dimensiones de su ambición, y que saca unas oposiciones y se convierte en funcionario.
La toma de posesión, con demasiada frecuencia, lo primero que hace es cambiarle el carácter, mudárselo a peor, convertirlo en un individuo malhumorado e impaciente a que molesta que los pobres diablos como nosotros, que jamás hemos sido funcionarios, tengamos la desfachatez de presentarnos ante su ventanilla con la a todas luces absurda pretensión de que en un plazo prudente, previos el trámite y los pagos que puedan proceder, desde ella nos resuelva algo.
Con una sonrisa sarcástica, un rictus, más bien, taraceado de desprecio, puede que tenga a bien informarnos de que nuestra pretensión, tan inocente como parecía, necesitará por lo menos la tramitación de sendos expedientes, que deberán seguirse sucesivamente en media docena de oficinas, dependientes como es para cualquier funcionario lógico, de otros tantos diferentes ministerios.
-¿Y eso cuánto puede durar? –les preguntas con timidez tus asesores-
-Pues mira, con suerte, un par de años o tres de arduos trabajos y a ratos dedicación plena.
A uno, lo primero que se le ocurre es que alguien le está gastando una broma. Luego se enfada, sin el más mínimo resultado, y, como consecuencia, se desespera casi tanto como el agrimensor o el procesado de Kafka. Luego, mucho después, descubres con horror que tú, que siempre has sido gente de orden, estás llegando a la conclusión de que el anarquismo más radical podría remediar siquiera fuese en parte, alguna de las miserias de nuestra sociedad, este planeta cubierto de consignas brillantes y solidarias declaraciones de derechos humanos, derechos de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los toreros y los militares sin graduación y podrido de expedientes, papirolocura y endurecimientos de la burocracia –a la burocracia, cuando se endurece, se le dobla la erre y se convierte en lo que se convierte, como todo el mundo sabe-. Eso sí, cada funcionario incrustado en la cadena administrativa tiene la doble protección de su inamovilidad, su perennidad y su pensión asegurada, por un flanco, y, por el otro, el cinturón de hierro de la barbacana del camino iniciático contencioso administrativo, a lo largo del cual, se blanquean los huesos de recurrentes fallecidos en el empeño de llegar a algún lugar, algún fin de etama en que alguien los reintegrase al sentido común de la ventanilla única y el funcionariado servicial, responsable, previo procedimiento sumario y suficiente para esclarecer als circunstancias del supuesto, en los respectivos casos, cuando por lo visto se dan, de morosidades, errores y disparates.
martes, 14 de abril de 2009
Un catorce de abril, casi hace un siglo, proclamaron la segunda república española, que luego se transformó, para su desgracia, en guerra crudelísima, que terminó un primero de abril. Abril es por lo tanto un mes en que celebran respectivas importantes efemérides los republicanos y sus contrarios, los que proclamaron y los que definitivamente derribaron la república. Sigue en pie lo que llaman problema de España. Parece mentira que tantos años después de haber nacido España –por cierto, ¿sabe alguien a ciencia cierta cuándo nació?-, seguimos empecinados en la búsqueda de su figura, que se nos escapa como una sombra entre las sombras, una niebla entre las nieblas, una luz en medio de la luz. Tenemos, o tal vez sólo imaginamos, un concepto de España, pero no sabemos definirlo. Nos encanta repetir con cada viajero que a su vez repite como un loro lo de que Spain is different y contarle a la gente que tenemos ciudades en que convivieron no se sabe si tres culturas, tres religiones o tres manifestaciones diferentes del modo de buscar al buen padre Dios y en la procura de sucesivos renacimientos, pero no sabemos definir lo que parece un sentimiento más que un concepto.
Puede que tras de tantas invasiones sucesivas, de hombres y de ideas, que fueron talando la multitud de árboles que dicen que permitirían a un mono atravesar la península sin bajarse al suelo, las leyendas más antiguas, vete a ver si la historia mismo, que nunca sabe nadie si es historia o leyenda hasta que pasan muchos siglos e investigan sesudos varones ya incapaces de penetrar en el último sentido que da carne a las cosas, la última circunstancia que explica lo inexplicable, como los heroísmos, la ternura infinita, la inconmensurable crueldad de los hechos más desconcertantes para un historiador de dentro de doscientos años, o tal vez de más.
Puede que para entonces aún exista España y sigan sin saber en qué consiste, indecisos entre taifas y cendones o la esfera del cuerpo unitario, centrípeto. Sin pararse a pensar que de cualquier modo es un hermoso conjunto. Algo con alma, a que pertenecemos tanta gente de buena voluntad, enfrascada y encalabrinada y cabreados unos con otros, es posible que porque nos gustaría ser ejemplares únicos, sentimientos fundidos en el grito de ese sobrecogedor cuadro que hace poco robaron, ignoro si porque alguien quería tenerlo solo, pesándole en la angustia de su silencio paradójico o porque hubo quien pensó que mejor liberar a la gente de su vista, para liberarse del sufrimiento implícito del rostro deformado por la veloz sucesión de sombras que constituye la esencia de la noche.
O serán Europa, nuestros descendientes, es decir, algo igual en mayor, porque vamos creciendo en la misma indecisión de ser nosotros y el otro, tal vez porque la humanidad sea uno de nosotros, multiplicado, para diferenciarlo, por un juego de espejos.
Puede que tras de tantas invasiones sucesivas, de hombres y de ideas, que fueron talando la multitud de árboles que dicen que permitirían a un mono atravesar la península sin bajarse al suelo, las leyendas más antiguas, vete a ver si la historia mismo, que nunca sabe nadie si es historia o leyenda hasta que pasan muchos siglos e investigan sesudos varones ya incapaces de penetrar en el último sentido que da carne a las cosas, la última circunstancia que explica lo inexplicable, como los heroísmos, la ternura infinita, la inconmensurable crueldad de los hechos más desconcertantes para un historiador de dentro de doscientos años, o tal vez de más.
Puede que para entonces aún exista España y sigan sin saber en qué consiste, indecisos entre taifas y cendones o la esfera del cuerpo unitario, centrípeto. Sin pararse a pensar que de cualquier modo es un hermoso conjunto. Algo con alma, a que pertenecemos tanta gente de buena voluntad, enfrascada y encalabrinada y cabreados unos con otros, es posible que porque nos gustaría ser ejemplares únicos, sentimientos fundidos en el grito de ese sobrecogedor cuadro que hace poco robaron, ignoro si porque alguien quería tenerlo solo, pesándole en la angustia de su silencio paradójico o porque hubo quien pensó que mejor liberar a la gente de su vista, para liberarse del sufrimiento implícito del rostro deformado por la veloz sucesión de sombras que constituye la esencia de la noche.
O serán Europa, nuestros descendientes, es decir, algo igual en mayor, porque vamos creciendo en la misma indecisión de ser nosotros y el otro, tal vez porque la humanidad sea uno de nosotros, multiplicado, para diferenciarlo, por un juego de espejos.
lunes, 13 de abril de 2009
La tristeza es
como una playa en invierno,
como la sensación de soledad
de los niños perdidos,
como el río
cuando se hace torrentera y deja de escuchar,
de copiar
la vida de sus riberas.
La tristeza es la antesala de una nostalgia
sin retaguardia a que volver,
sin historia
en que amparar el futuro que viene.
La tristeza no tiene explicación
mientras estamos vivos,
somos capaces de recibir la luz, el sonido,
la belleza.
La tristeza
es sin embargo como un descuido del amor,
como si el buen padre Dios
hubiese vuelto, un momento la cabeza,
mirase
hacia otro lado,
nos hubiese olvidado
hacia el atardecer,
cuando todo
parece estar a punto de acabarse
y no me atrevo siquiera
a cerrar los ojos.
como una playa en invierno,
como la sensación de soledad
de los niños perdidos,
como el río
cuando se hace torrentera y deja de escuchar,
de copiar
la vida de sus riberas.
La tristeza es la antesala de una nostalgia
sin retaguardia a que volver,
sin historia
en que amparar el futuro que viene.
La tristeza no tiene explicación
mientras estamos vivos,
somos capaces de recibir la luz, el sonido,
la belleza.
La tristeza
es sin embargo como un descuido del amor,
como si el buen padre Dios
hubiese vuelto, un momento la cabeza,
mirase
hacia otro lado,
nos hubiese olvidado
hacia el atardecer,
cuando todo
parece estar a punto de acabarse
y no me atrevo siquiera
a cerrar los ojos.
sábado, 11 de abril de 2009
“Mi carta –escribe Campoamor- que es feliz, pues va a buscaros”. Pero, ¿es feliz una carta? Una carta es algo inerte, un papel sobre que se han enredado los trazos hechos con algo puntiagudo, untado de tinta que puede ser de varios colores. Hay científicos que pueden llegar a aseverar que éstos trazos se han hecho por una u otra persona que les proporcione otros también enredados por ella. Hasta para esto somos rutinarios, y de modo instintivo hacemos siempre igual cada signo que escribimos para transmitir en silencio lo que también podríamos gritar o decirle en voz baja al vecino, al colega, al amigo o al enemigo. La carta de quien según Campoamor ha escrito para hablar de amor a alguien, ya es, antes de haber cumplido el propósito de quien la escribió, feliz “pues va a buscaros”, está en camino. Siempre he opinado que las vísperas son tiempo de mayor felicidad que el de la fiesta a que anteceden, porque una víspera se pueda soñar como se quiera, mientras que la realidad tiene siempre límites por todos sus puntos cardinales, en el cielo por arriba y por abajo en el suelo. A diferencia de lo que se sueña despierto y es siempre ilimitado. Esta carta ya no pertenece a su autor, sino a la literatura, mayor o menor, de esta tierra mía, pletórica de poetas. Ya se que alguno mediocre, pero incluso los poetastros son poetas, por más que hayan resultado frustrados como consecuencia de nadie sabe qué, que enciende y apaga, tal vez al azar, en el interior de cada sueño la lámpara de la belleza armónica. Es una carta que sigue diciendo a su destinatario que “cuenta os dará de la memoria mía”. Al leer esta cuarta oración, la primera fue decir que es una carta mía, la segunda que es feliz, la tercera que va en busca de y ésta cuarta que tiene el propósito y la misión de dar cuenta de la memoria de un amor. No sé si la carta puede o no ser o haber sido feliz, pero lo cierto es que al derramar esta cuarta frase sobre su destinatario le está comunicando, motivando, originando una torrentera de felicidad
La religión, la política, el deporte …, todo forma parte de nuestra vida cotidiana, lo mismo que la vida familiar, la filosofía personal, el trabajo de todos los días y la relación, uno por uno, con los miembros del entorno. No hace falta que practiquemos. Quienes no lo hacen, son espectadores apasionados y si renuncian a serlo, les alcanzan, como sombras, las consecuencias de lo realizado por los demás o el resultado de su observación, que se plasma en el arte, la artesanía o cada descubrimiento o cada invento. Y resulta curioso. Pero cierto, que algunos nos realicemos mediante lo hecho por los demás: nuestro equipo que gana un título, el explorador que pisa Marte por primera vez, o que asciende a al cumbre del Everest, pinta ese cuadro o escribe ese libro o el poema que nos embelesan. “Somos los mejores” –decimos, cuando el realmente mejor, ese futbolista, ese escritor, el poeta que acertó con las palabras exactas, puestas en los versos mejor escandidos de cada estrofa del poema genial. Y siempre habrá en la oposición, convencidos de otra religión o del equipo rival, que digan que bah, no ha sido para tanto. -
Ha vuelto a mirar atrás el invierno con un travieso cabrilleo de ira en los ojos del viento, ha nevado, se alzan los brazos de la mar en busca de presas y las gaviotas discuten con la espuma que las alcanza cuando vuelan raso, avizorando presas. La última barrabasada de este invierno anacrónico, de antes de todas las guerras, tal vez anticipo de un mayor rigor de cambios de la herida atmósfera, que se espesa de pena por la humanidad y convierte en probabilidad de nieblas letales que obligarán a mudar al hombre y puede que convertirse en raza de insectos capaces de respirar veneno y seguir procreando y matando con el mismo entusiasmo con que lo venimos haciendo los humanos. Y advierto perplejo en el calendario de la cocina de casa, mientras desayuno semidistraido, soñoliento, arrullado por la insistencia de la lluvia, que tiene un curioso secreto cifrado entre los números de los días del mes de abril, a cuyo día catorce, sigue de nuevo el once y tras él está el dieciséis, y me pregunto si estará previsto para mediados de este extraño abril un viaje colectivo en el tiempo, de ensayo, de por ahora sólo cuatro días, de que tan vez dispongamos para dar una vuelta sobre nosotros mismos. De tal modo que habrá gente que muera o nazca y retorne, sin embargo, durante ese máximo de cuatro días, a la condición de feto o a la vida plena, por si tuviesen algo que reconsiderar. ¿Habrá ocurrido esto otras veces en la historia? Y sin embargo puede tratarse de un simple y sencillo error, desde luego insólito, que me deja pensativo y no puedo dejar de ir a mirar una y otra vez y allí sigue, el once de nuevo tras el catorce, a la vez desafiante y amenazador.
viernes, 10 de abril de 2009
El Viernes Santo es un día silencioso y sin luz propia. Clavaron ayer a Jesús, murió en la cruz. Ahora suelen decir que no es cierto, unos que se consideran los más progres. Otros hemos decidido creer. Nos discuten, unos, otros nos desprecian sin más, y nos aseguran que no es razonable, que no es digno de crédito, que es imposible. Respondo que en eso consiste la fe: en creer lo tal vez increíble, porque, si hay Dios, y creerlo es un acto de voluntad, por encima de la razón, si hay Dios, repito, nada es imposible, y si no lo hubiera, como dicen esos que o me discuten o me desprecian, nada valdría la pena, ni sería posible nada.
El Viernes Santo es la víspera incluso para los apóstoles desesperanzada, de que todo sea verdad, tenga sentido y sea posible, pero, de momento, me siento inmerso en una niebla gris sin la ternura húmeda de las nieblas habituales del norte Esta niebla no la ha traído el viento. Brota, seca, de las huellas del recuerdo de la pasión de ayer, cuando los sacerdotes de aquel tiempo habían decidido que la ley estaba por encima del amor. Error craso. Incluso el amor humano, provenzal o carnal, vago reflejo del amor, semilla de todo y su destino, vale para tener un atisbo de la imaginación de aquel otro, inimaginable, en que yo he decidido, quiero creer.
La ley no es la medida de nada, si no está apoyada en el amor, cimentada en él. Y me refiero a cualquier ley, dictada por cualquier hombre, grupo de hombres o sistema de gobierno real o imaginable, desde la más mínima hasta la más importante de las leyes.
Las calles, por la mañana temprano, están vacías. Pasa algún coche, de los que se van desperezando, junto con sus amos, que los sacan a trompicones de los estacionamientos prohibidos en que pasaron la noche, a la fuerza escondidos de las procesiones, subidos a las aceras, invadiendo los jardines recién florecidos de margaritas ahora chafadas. Un grupo de gaviotas irritadas rodea y acosa a un milano, que huye sin la menor dignidad. En la piel del río, como cada amanecer, tiembla el reflejo del paisaje urbano que el río se lleva hacia la mar cercana. El paisaje, sobre la epidermis trémula del río, tartamudea sus formas, las descompone, juega el río a recomponerlas aquí y allá, como haciendo y deshaciendo, caprichosa Penélope, un rompecabezas.
Hace frío, que trae el nordeste en cubitos de hielo, para que hasta el cuarenta de mayo, no sepamos si quitarnos o no el sayo. -
El Viernes Santo es la víspera incluso para los apóstoles desesperanzada, de que todo sea verdad, tenga sentido y sea posible, pero, de momento, me siento inmerso en una niebla gris sin la ternura húmeda de las nieblas habituales del norte Esta niebla no la ha traído el viento. Brota, seca, de las huellas del recuerdo de la pasión de ayer, cuando los sacerdotes de aquel tiempo habían decidido que la ley estaba por encima del amor. Error craso. Incluso el amor humano, provenzal o carnal, vago reflejo del amor, semilla de todo y su destino, vale para tener un atisbo de la imaginación de aquel otro, inimaginable, en que yo he decidido, quiero creer.
La ley no es la medida de nada, si no está apoyada en el amor, cimentada en él. Y me refiero a cualquier ley, dictada por cualquier hombre, grupo de hombres o sistema de gobierno real o imaginable, desde la más mínima hasta la más importante de las leyes.
Las calles, por la mañana temprano, están vacías. Pasa algún coche, de los que se van desperezando, junto con sus amos, que los sacan a trompicones de los estacionamientos prohibidos en que pasaron la noche, a la fuerza escondidos de las procesiones, subidos a las aceras, invadiendo los jardines recién florecidos de margaritas ahora chafadas. Un grupo de gaviotas irritadas rodea y acosa a un milano, que huye sin la menor dignidad. En la piel del río, como cada amanecer, tiembla el reflejo del paisaje urbano que el río se lleva hacia la mar cercana. El paisaje, sobre la epidermis trémula del río, tartamudea sus formas, las descompone, juega el río a recomponerlas aquí y allá, como haciendo y deshaciendo, caprichosa Penélope, un rompecabezas.
Hace frío, que trae el nordeste en cubitos de hielo, para que hasta el cuarenta de mayo, no sepamos si quitarnos o no el sayo. -
martes, 7 de abril de 2009
Los indios recorren la pradera. El VII de Caballería también. No van a encontrarse, sin embargo, esta tarde de primavera porque la pradera es muy grande y el Gran Manitú no tiene previsto para hoy el exterminio parcial de la tribu, que, inexorable, se producirá antes que pase mucho tiempo. Hoy no. Hoy ambos grupos se buscarán con ahínco sin el menor resultado. De hecho están a muchos cientos de kilómetros de distancia, en una tierra aún despoblada, si no fuera por el rebaño de bisontes que pasa ramoneando junto al inmenso río, que, cuando beben, los refleja y se lleva las fotografías hacia la mar asimismo lejana. Todo está lejos, en esta tierra, a diferencia de lo que ocurre en este Villa en que vivo, que, lo más lejos, la punta del espigón del puerto. Tuve un amigo que todos los días iba hasta la punta del espigón del puerto y volvía, a buen paso. Se murió. Echas la mirada atrás y casi se es capaz de imaginar cuantísimas personas han muerto desde que apareció la vida en la tierra y se le taraceó la razón, como distintivo del resto de vida animal, vegetal y supongo que también mineral que hay sobre la tierra. La tierra misma, y con ello lo mineral, está de algún modo vivo, con medida de tiempo mucho más pequeña, de modo que una montaña vive mucho más despacio incluso que un elefante, un loro o una tortuga, que tengo entendido que son con las secuoias –vegetal- los más longevos. Conocerán, hasta donde les sea posible, a infinidad de vivientes, pero ¿se deteriorarán como los humanos? Por cierto ¿se os había ocurrido pensar que nos hay más tiempo que el de vida de cada cual?, En cuanto transcurre, el tiempo se agota, desaparece con cada persona y renace con la siguiente, o, siempre y sencillamente, con otra persona que inicia la vida. El tiempo, como concepto, es probable que no sea sino el de duración del sol o el de la tierra, o lo que queda hasta la contracción última de este Universo, a que seguirán otro big bang y otro Universo, es decir, otro tiempo.
lunes, 6 de abril de 2009
La inexorable mácula, el sambenito y que salgan de la comunidad los disconformes, son las consecuencias de no estar de acuerdo con lo que es verdad según esos santones que marcan caminos sin previa exploración. Dios te libre de llevar la contraria a lo que se convierte en verdad porque lo dijo el Blas implacable y algo infalible de la escalera que asciende hacia el poder, en cada escalón un adicto, el conjunto los que indican lo que es in y lo que no en cada momento de cada período cultural, contracultural o subcultural, que de todo hay en la viña.
Nada es verdad ni mentira, insiste mientras tanto Campoamor, desde su banco en el parque del lugar de su nacimiento y desde la cabecera de uno de sus poemas, y por eso la progresía consiste en admitir que podrí ser cierto lo que contradice a lo que pienso y hasta lo que considero, desde cualquier punto de vista, anormal o incorrecto.
Y entre unas cosas y otras, digresión va, digresión viene, han vuelto a llegar de la mano, como siempre, la primavera y la Semana Santa, este año con la polémica añadida de si lazos blancos o no, colgados de los pasos y de la imaginería para manifestarse en contra, el que los ponga, del aborto. El aborto, además de con la religión de cada cual, tiene que ver con la declaración de derechos humanos, de acuerdo con la cual hay un derecho inalienable a la vida que en mi opinión corresponde a cuanto esté vivo, aunque no sea más que en germen mínimo de vida. Y su defensa, puesto que está todavía inerme, debe corresponder al Ministerio Fiscal. Pero ¿quién quiere líos con una turba de mujeres airadas que defienden el criterio de que ellas son dueñas de su cuerpo, y, como consecuencia, de cuanto haya dentro? Que, por otra parte y de acuerdo con mi propio criterio, tienen siempre perfecto derecho a defender el suyo.
Curiosas polémicas encienden de pronto a la gente, que con dificultad tolera, cuando las tolera, que es casi nunca, las discrepancias. Hoy lapidan virtualmente en la prensa a una catedrática de biología de no sé qué Universidad, que se ha permitido opinar, con todo el derecho del mundo, que la homosexualidad es una patología. Espero que cuando tirios y troyanos lleguen al fondo de la discusión nos informarán de lo que es más probable. Yo, con los debidos respetos, con lo que estoy cada vez menos conforme es con eso de que todas las personas somos iguales. Pienso, además, que lo que nos diferencia es lo que hace la vida tan compleja e interesante y la curiosidad de vivir algo tan insaciable. Lo malo es encontrarse con uno de esos personajes fundamentalistas que para demostrarnos que estamos equivocados en algo, insisten en la procedencia de rebanarnos el pescuezo. Y algunos hasta lo hacen, para no gastar en el proceso legalizador de tamaño disparate.
Nada es verdad ni mentira, insiste mientras tanto Campoamor, desde su banco en el parque del lugar de su nacimiento y desde la cabecera de uno de sus poemas, y por eso la progresía consiste en admitir que podrí ser cierto lo que contradice a lo que pienso y hasta lo que considero, desde cualquier punto de vista, anormal o incorrecto.
Y entre unas cosas y otras, digresión va, digresión viene, han vuelto a llegar de la mano, como siempre, la primavera y la Semana Santa, este año con la polémica añadida de si lazos blancos o no, colgados de los pasos y de la imaginería para manifestarse en contra, el que los ponga, del aborto. El aborto, además de con la religión de cada cual, tiene que ver con la declaración de derechos humanos, de acuerdo con la cual hay un derecho inalienable a la vida que en mi opinión corresponde a cuanto esté vivo, aunque no sea más que en germen mínimo de vida. Y su defensa, puesto que está todavía inerme, debe corresponder al Ministerio Fiscal. Pero ¿quién quiere líos con una turba de mujeres airadas que defienden el criterio de que ellas son dueñas de su cuerpo, y, como consecuencia, de cuanto haya dentro? Que, por otra parte y de acuerdo con mi propio criterio, tienen siempre perfecto derecho a defender el suyo.
Curiosas polémicas encienden de pronto a la gente, que con dificultad tolera, cuando las tolera, que es casi nunca, las discrepancias. Hoy lapidan virtualmente en la prensa a una catedrática de biología de no sé qué Universidad, que se ha permitido opinar, con todo el derecho del mundo, que la homosexualidad es una patología. Espero que cuando tirios y troyanos lleguen al fondo de la discusión nos informarán de lo que es más probable. Yo, con los debidos respetos, con lo que estoy cada vez menos conforme es con eso de que todas las personas somos iguales. Pienso, además, que lo que nos diferencia es lo que hace la vida tan compleja e interesante y la curiosidad de vivir algo tan insaciable. Lo malo es encontrarse con uno de esos personajes fundamentalistas que para demostrarnos que estamos equivocados en algo, insisten en la procedencia de rebanarnos el pescuezo. Y algunos hasta lo hacen, para no gastar en el proceso legalizador de tamaño disparate.
sábado, 4 de abril de 2009
Convendría, por esto de la crisis, reducir gastos. Tú –dice el marido-, deberías prescindir de la doncella y tal vez de la cocinera, si pudieras aprender a guisar.
Y tú –responde ella con timidez- podrías mejorar tu comportamiento, digamos más íntimo, y así podría prescindir también del jardinero, de su ayudante, del guardaespaldas y del chófer.
Han inventado y se venden ya artilugios electrónicos mediante que puedes llevar en el bolsillo más de un millar de libros y leer cualquiera de ellos en cualquier parte. Y supongo que mediante tarjetas de mayor capacidad se podrán llevar encima cinco o hasta diez mil libros. Se moriría otra vez, ahora de envidia, el bibliotecario de Alejandría, si levantase cabeza. Y Alhakem II, que tengo entendido que mandaba emisarios por el mundo adelante a comprar libros –porque quería tenerlos todos- y a que le copiasen los que no les quisieran vender.
Ya no hay disculpas para ser bibliófilo de los que llamo yo activos, es decir, los que compran, muchas veces con tantísimo esfuerzo, libros para leer, a diferencia de los bibliófilos a que llamo pasivos, que compran y pagan sumas astronómicas por vetustos códices, muchos de ellos ilegibles, y que no leen, sino que atesoran papel viejo, amarillento, abarquillado, comido de ratones por las esquinas, manoseado, anotado.
Ignoro si con fundamento, me temo que esto acerque a la paranoia, en posesión, como vamos calle abajo, de un ordenador portátil que nos permite videoconferenciar con nuestro amigo de las antípodas, el telefonino de última generación, mediante que nos amarga la comida cualquier pelafustán macho o hembra que nos pretende encajar el bulo o cosechar cualquier timo, la agenda en que puedo jugar al fútbol con varios grados de facilidad, hacer un test de inteligencia –si algo me quedase- y cámara fotográfica incorporada, con ese programa que permite caricaturizar al más pintado, escribir un poema o pergeñar el capítulo de una novela o felicitar a Purita por su santo o la celebración no numerada –al uso femenil- de su nacimiento. Y ahora llevar mi biblioteca a cuestas y excusado es decir que toda la jurisprudencia de cuantos tribunales fallan –hay maravillosos doblesentidos aplicables a las palabras más inesperadas- un montón de veces al día.
Hoy si que adelantan los tiempos y no cuando lo decía el personaje aquél, de la zarzuela, que según él ya entonces adelantaban una verdadera barbaridad. ¡Si viese esto de ahora!
Y tú –responde ella con timidez- podrías mejorar tu comportamiento, digamos más íntimo, y así podría prescindir también del jardinero, de su ayudante, del guardaespaldas y del chófer.
Han inventado y se venden ya artilugios electrónicos mediante que puedes llevar en el bolsillo más de un millar de libros y leer cualquiera de ellos en cualquier parte. Y supongo que mediante tarjetas de mayor capacidad se podrán llevar encima cinco o hasta diez mil libros. Se moriría otra vez, ahora de envidia, el bibliotecario de Alejandría, si levantase cabeza. Y Alhakem II, que tengo entendido que mandaba emisarios por el mundo adelante a comprar libros –porque quería tenerlos todos- y a que le copiasen los que no les quisieran vender.
Ya no hay disculpas para ser bibliófilo de los que llamo yo activos, es decir, los que compran, muchas veces con tantísimo esfuerzo, libros para leer, a diferencia de los bibliófilos a que llamo pasivos, que compran y pagan sumas astronómicas por vetustos códices, muchos de ellos ilegibles, y que no leen, sino que atesoran papel viejo, amarillento, abarquillado, comido de ratones por las esquinas, manoseado, anotado.
Ignoro si con fundamento, me temo que esto acerque a la paranoia, en posesión, como vamos calle abajo, de un ordenador portátil que nos permite videoconferenciar con nuestro amigo de las antípodas, el telefonino de última generación, mediante que nos amarga la comida cualquier pelafustán macho o hembra que nos pretende encajar el bulo o cosechar cualquier timo, la agenda en que puedo jugar al fútbol con varios grados de facilidad, hacer un test de inteligencia –si algo me quedase- y cámara fotográfica incorporada, con ese programa que permite caricaturizar al más pintado, escribir un poema o pergeñar el capítulo de una novela o felicitar a Purita por su santo o la celebración no numerada –al uso femenil- de su nacimiento. Y ahora llevar mi biblioteca a cuestas y excusado es decir que toda la jurisprudencia de cuantos tribunales fallan –hay maravillosos doblesentidos aplicables a las palabras más inesperadas- un montón de veces al día.
Hoy si que adelantan los tiempos y no cuando lo decía el personaje aquél, de la zarzuela, que según él ya entonces adelantaban una verdadera barbaridad. ¡Si viese esto de ahora!
viernes, 3 de abril de 2009
Se desenrosca muy despacio,
soñolienta,
la caravana polícroma de la Semana Santa. Viene
carretera, esa desgarradura, adelante,
del paisaje todavía árido,
porque no es verano,
ni ha prendido el anhelante suspiro de la primavera
en el suelo reseco del frío. Y todos rivalizan
en salir por el otro lado
del camino sin pueblos de las nuevas caravanas,
nerviosas,
que van en busca del fervor antiguo y la nueva
incredulidad de unos tiempos indecisos.
¿Habrá muerto Dios, que parece
por lo menos
enmudecido,
atónito?
Pasa la interminable audacia de los automóviles
por entre los ecos
tan evidentes
de la voz del buen padre Dios. De vez en cuando, uno,
¿al azar?
se sale del lendel, de la rutina, estalla,
Dios recoge los restos,
con infinita ternura,
húmedos como yacen de tristeza y de lágrimas.
Abre la puerta del amor, probablemente
se refleje, en algún lugar desconocido, como un reverbero,
sobre la piel de la mar, el resonar
de su sonrisa
de bienvenida.
soñolienta,
la caravana polícroma de la Semana Santa. Viene
carretera, esa desgarradura, adelante,
del paisaje todavía árido,
porque no es verano,
ni ha prendido el anhelante suspiro de la primavera
en el suelo reseco del frío. Y todos rivalizan
en salir por el otro lado
del camino sin pueblos de las nuevas caravanas,
nerviosas,
que van en busca del fervor antiguo y la nueva
incredulidad de unos tiempos indecisos.
¿Habrá muerto Dios, que parece
por lo menos
enmudecido,
atónito?
Pasa la interminable audacia de los automóviles
por entre los ecos
tan evidentes
de la voz del buen padre Dios. De vez en cuando, uno,
¿al azar?
se sale del lendel, de la rutina, estalla,
Dios recoge los restos,
con infinita ternura,
húmedos como yacen de tristeza y de lágrimas.
Abre la puerta del amor, probablemente
se refleje, en algún lugar desconocido, como un reverbero,
sobre la piel de la mar, el resonar
de su sonrisa
de bienvenida.
miércoles, 1 de abril de 2009
Nos hemos complicado tanto la vida que ahora disfrutamos –es un decir- de las consecuencias. Y llegado que ha una época de crisis económica, cada empresa es una rígida estructura independiente e inflexible, sin más remedio que recomponerse o morir, teniendo además que hacerlo con prisa y energía, sin más aire que el enrarecido de las desconfianzas recíprocas y las desmedidas exigencias de que no deje de cumplir con la serie de obligaciones que constituyen “el sistema”. Cuando es principio indeclinable del sentido común que cuando se pierde dinero ha de abandonarse el empeño económico, casi siempre víctima de la incapacidad adquisitiva de sus antiguos clientes, de la mutación de preferencias del mercado habitual a su alcance o de la aparición de empresas nuevas, capaces de abaratar los precios a que se habían venido vendiendo sus productos.
Poner en marcha una empresa o cerrarla, son ahora dos empeños que requieren, además de la proverbial imaginación y la dosis de suerte indispensables, demasiado tiempo, energía, constancia y paciencia. Nos ha llegado la tormenta con buques incapaces de afrontarla y los astilleros sin capacidad de fabricar otros que nos los puedan sustituir a tiempo.
También en este orden de cosas, el neorenacimiento requiere volver a buscar en los orígenes frescura y agilidad. Hemos de tener la posibilidad de probar, dejarlo e intentar una y otra cosa sin que nos atrape la telaraña de un sistema empeñado en dar seguridades. No las hay ni siquiera de sobrevivir, pero eso no nos libera de la imperiosa necesidad de proyectar la supervivencia e intentar mantenerla. Complicando a todo el mundo, sin que se quede nadie en los divertículos del privilegio, por más que no quepa exigir a ninguno más de lo que puede, pero tampoco menos de lo que debe.
Poner en marcha una empresa o cerrarla, son ahora dos empeños que requieren, además de la proverbial imaginación y la dosis de suerte indispensables, demasiado tiempo, energía, constancia y paciencia. Nos ha llegado la tormenta con buques incapaces de afrontarla y los astilleros sin capacidad de fabricar otros que nos los puedan sustituir a tiempo.
También en este orden de cosas, el neorenacimiento requiere volver a buscar en los orígenes frescura y agilidad. Hemos de tener la posibilidad de probar, dejarlo e intentar una y otra cosa sin que nos atrape la telaraña de un sistema empeñado en dar seguridades. No las hay ni siquiera de sobrevivir, pero eso no nos libera de la imperiosa necesidad de proyectar la supervivencia e intentar mantenerla. Complicando a todo el mundo, sin que se quede nadie en los divertículos del privilegio, por más que no quepa exigir a ninguno más de lo que puede, pero tampoco menos de lo que debe.
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