Nos hemos complicado tanto la vida que ahora disfrutamos –es un decir- de las consecuencias. Y llegado que ha una época de crisis económica, cada empresa es una rígida estructura independiente e inflexible, sin más remedio que recomponerse o morir, teniendo además que hacerlo con prisa y energía, sin más aire que el enrarecido de las desconfianzas recíprocas y las desmedidas exigencias de que no deje de cumplir con la serie de obligaciones que constituyen “el sistema”. Cuando es principio indeclinable del sentido común que cuando se pierde dinero ha de abandonarse el empeño económico, casi siempre víctima de la incapacidad adquisitiva de sus antiguos clientes, de la mutación de preferencias del mercado habitual a su alcance o de la aparición de empresas nuevas, capaces de abaratar los precios a que se habían venido vendiendo sus productos.
Poner en marcha una empresa o cerrarla, son ahora dos empeños que requieren, además de la proverbial imaginación y la dosis de suerte indispensables, demasiado tiempo, energía, constancia y paciencia. Nos ha llegado la tormenta con buques incapaces de afrontarla y los astilleros sin capacidad de fabricar otros que nos los puedan sustituir a tiempo.
También en este orden de cosas, el neorenacimiento requiere volver a buscar en los orígenes frescura y agilidad. Hemos de tener la posibilidad de probar, dejarlo e intentar una y otra cosa sin que nos atrape la telaraña de un sistema empeñado en dar seguridades. No las hay ni siquiera de sobrevivir, pero eso no nos libera de la imperiosa necesidad de proyectar la supervivencia e intentar mantenerla. Complicando a todo el mundo, sin que se quede nadie en los divertículos del privilegio, por más que no quepa exigir a ninguno más de lo que puede, pero tampoco menos de lo que debe.
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