viernes, 3 de abril de 2009

Se desenrosca muy despacio,
soñolienta,
la caravana polícroma de la Semana Santa. Viene
carretera, esa desgarradura, adelante,
del paisaje todavía árido,
porque no es verano,
ni ha prendido el anhelante suspiro de la primavera
en el suelo reseco del frío. Y todos rivalizan
en salir por el otro lado
del camino sin pueblos de las nuevas caravanas,
nerviosas,
que van en busca del fervor antiguo y la nueva
incredulidad de unos tiempos indecisos.
¿Habrá muerto Dios, que parece
por lo menos
enmudecido,
atónito?
Pasa la interminable audacia de los automóviles
por entre los ecos
tan evidentes
de la voz del buen padre Dios. De vez en cuando, uno,
¿al azar?
se sale del lendel, de la rutina, estalla,
Dios recoge los restos,
con infinita ternura,
húmedos como yacen de tristeza y de lágrimas.
Abre la puerta del amor, probablemente
se refleje, en algún lugar desconocido, como un reverbero,
sobre la piel de la mar, el resonar
de su sonrisa
de bienvenida.

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