En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 21 de abril de 2009
Me voy a Madrid. Ahora no hay ya violeteras, si acaso alguna disfrazada, ni en la calle de Alcalá ni en la primavera de Madrid, que es primavera de acacias. En Sevilla, los naranjos, en Madrid, acacias. Cuando las acacias se quedan quietas, como en éxtasis, es que una bola de calor está cayendo sobre la ciudad, agobiándola. Un movimiento apenas perceptible de sus hojas, es un suspiro de frescor que se permite la brisa. Ayer de muchos ayeres, cuando yo era estudiante, a veces, después de comer, tomábamos café en una terraza cualquiera. Recuerdo haber leído parte de Sparkembroke, esa bellísima novela de Charles Morgan, sentado en la terraza de un café de la avenida de la Reina Victoria. Entonces, enfrente, había una polvorienta explanada sobre que, de modo alternativo, hacían la instrucción cadetes de la guardia civil, o, como a aquella hora, echaban los niños a volar sus cometas. Madrid es una capital desaliñada, barroca, caprichosa, que ahora, además, con esto de las autonomías, al quedarse sin demasiado que hacer parece estar como desorientada y a veces hasta perdida por los vericuetos de su casco antiguo, por donde la capa y la espada del declinar inexorable de los Austria. Los sucesivos supuestos desarrollos, en realidad arrebatos, de Madrid, la han ido deformando de modernismos insensatos. Los barrios, que antes eran pueblos ensimismados, ahora se han abigarrado de nacionalidades, religiones y razas que están fraguando un porvenir mestizo, cada vez más fuerte y más pletórico de posibilidades. Madrid, como la economía del mundo, está en crisis. Tiene taquicardias de ahogo, al sentirse incapaz de respirar el aire del futuro con la violencia de prisas que le llega. Esta noche dormiré, si la dureza de la cama extraña me deja, envuelto en el celofán de ululares de policías, ambulancias y silbidos. Madrid no duerme nunca. No es como cuando las palmadas de los serenos, que llegaba una hora que se arrimaban a la hoguera del bidón de la obra de la esquina para dormir las dos últimas imaginarias de calles vacías. Ahora, la noche, frenética, sirve incluso para rellenar los plúteos de los grandes almacenes donde fracasa la economía reconvertida en fuegos artificiales que encalabrinan al espectador y no le permiten darse cuenta, hasta que vuelve a casa, de que tampoco necesitaba el collar de abalorios.
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