sábado, 11 de abril de 2009

Ha vuelto a mirar atrás el invierno con un travieso cabrilleo de ira en los ojos del viento, ha nevado, se alzan los brazos de la mar en busca de presas y las gaviotas discuten con la espuma que las alcanza cuando vuelan raso, avizorando presas. La última barrabasada de este invierno anacrónico, de antes de todas las guerras, tal vez anticipo de un mayor rigor de cambios de la herida atmósfera, que se espesa de pena por la humanidad y convierte en probabilidad de nieblas letales que obligarán a mudar al hombre y puede que convertirse en raza de insectos capaces de respirar veneno y seguir procreando y matando con el mismo entusiasmo con que lo venimos haciendo los humanos. Y advierto perplejo en el calendario de la cocina de casa, mientras desayuno semidistraido, soñoliento, arrullado por la insistencia de la lluvia, que tiene un curioso secreto cifrado entre los números de los días del mes de abril, a cuyo día catorce, sigue de nuevo el once y tras él está el dieciséis, y me pregunto si estará previsto para mediados de este extraño abril un viaje colectivo en el tiempo, de ensayo, de por ahora sólo cuatro días, de que tan vez dispongamos para dar una vuelta sobre nosotros mismos. De tal modo que habrá gente que muera o nazca y retorne, sin embargo, durante ese máximo de cuatro días, a la condición de feto o a la vida plena, por si tuviesen algo que reconsiderar. ¿Habrá ocurrido esto otras veces en la historia? Y sin embargo puede tratarse de un simple y sencillo error, desde luego insólito, que me deja pensativo y no puedo dejar de ir a mirar una y otra vez y allí sigue, el once de nuevo tras el catorce, a la vez desafiante y amenazador.

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