martes, 21 de abril de 2009

Es posible enamorarse de un recuerdo, o, si prefieres, en él, de alguien que está allí, en el viejo daguerrotipo del álbum de la memoria, sonriendo a tu lado, y entonces no hubo nada, pero al abrir la página, ahora mismo, o ayer, o cuando sea, una página estática. Como todas las fotografías de la memoria, que no sabe de rodaje de películas y lo que guarda son como instantáneas de momentos que por un misterioso impacto especial se han quedado marcadas, como huellas más profundas en terreno blando, y de pronto están ante mí, proporcionándome la ilusión de que el hombre puede volver atrás y revivir hechos, actos, situaciones en que podrías haber seguido andando, doblado la esquina y cambiado tu vida. O, como esto de que hoy hablamos, haberte enamorado una vez más, de las numerosas que te enamorabas cuando adolescente, con aquellos amores siempre eternos, que desde luego lo eran mientras duraban, que por paradoja solía ser poco porque eran como la humedad de la lluvia o el frescor del viento, que te besan, te embelesan y pasan y ya ha ocurrido y de nuevo eres tú mismo, con tu misma sombra derramada a tus pies, anclándote, parece, en su profunda ignorancia invencible, que estudias, estudias, crees que aprendes y ahí esta, recomendándote la humildad de su anonimato, por un lado, y por el otro amarrándote a la noche de que todas las sombras proceden, imagen de la que hubo antes de la creación, cuando nadie sabe, o por lo menos nadie recuerda ya lo que había.

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