Irse a la Capital y volver es ahora un paseo de mañana o de tarde, que los más viejos recordamos de cuando íbamos rezando, durante días completos, el rosario de los pueblos de Castilla y de León.
Ahora, ir a la meseta, llegarse a Madrid, es cosa de un suspiro, sin más pueblos que los de las lejanías sucesivas, casi más bien adivinados que entrevistos desde el túnel a cielo abierto de la autovía.
Madrid tiene en el laberinto de las calles viejas y el costado abierto de la Universitaria, más o menos a la vista. Mis recuerdos de juventud. Por eso me gusta ir a las callejas y las plazuelas del enorme rincón del Madrid de los Austrias, por entre la Puerta del Sol, el Rastro, San Francisco el Grande y el Manzanares. Por ahí entré yo en la Capital la primera vez y por un lado me pesa, pero por otro me completó ir después a la Ciudad Universitaria, por donde jugábamos a hacer filosofía, amparados por la sempiterna palidez del cielo que besa el Guadarrama. Dice Gerardo Diego que “Guadarrama afila sus uñas de piedra, por aquí fue España, llamaban Castilla a unas rocas altas”.
Parece más joven, Madrid, en primavera. Pero murieron las viejas librerías y los cafés de tertulia. Madrid es ahora una ciudad más abigarrada, tal vez más cosmopolita, a que le sacaron el Ayuntamiento de la Edad Media y se lo han traído al barroco de la moderna, al Palacio de Comunicaciones, como si quisiera la corporación, o tal vez el alcalde, abandonar la vieja piel y asomarse, pero no demasiado, a una modernidad que no le va a Madrid, que no es capital de futuro, sino de recuerdos, por muchas torres que le pongan por todas las esquinas.
Estuve presentando un libro. Presentar un libro es siempre relativamente fácil, porque siempre se hace por alguna razón digna de tenerse en cuenta. En este caso, se homenajeaba a un español ilustre. Uno de esos que España sacrifica porque no son exagerados, no son radicales y no toman partido por nadie que se considere definitivamente iluminado.
Tal vez sea un síntoma de las sociedades incompletas la incapacidad de apreciar los semitonos, los bemoles, los sostenido, los silencios, y la aconsejada y aconsejable advertencia de que cambiar de opinión es cosa de sabios, una sociedad inmadura o una podrida –que o no ha llegado o se ha pasado de madurez- siempre opina que quien deja de ser como era es siempre traidor a algo o a alguien con quien antes coincidía.
Tal vez por eso elogiamos siempre tanto y tan bien a los muertos, que, ocurra lo que ocurra al otro lado, de éste ya serán siempre lo que fueron y permanecen siendo en los daguerrotipos de la memoria. Otra cosa es que cada uno sigamos interpretando lo que dijeron o callaron como conviene a nuestra convicción personal o a nuestros alcances.
Vuelvo de Madrid, con parada en la capital de mi autonomía, borracho de cansancio, pero alegre y con provisión de sol y el recuerdo de la retama recién florecida jugando a fingir primavera donde antes yacían, ¿dormidos?, los pueblos de adobe y soledades.
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