viernes, 17 de abril de 2009

Fue, creo, Séneca, el que nos alertó contra esa peculiar tendencia que mantenemos de culpar a personas, cosas y circunstancias de nuestro entorno de las pequeñas cosas que nos pasan y molestan a menudo, como cuando el ordenador se empeña en hacer algo que creemos no haberle ordenado, o cuando por segunda vez se nos caen las gafas al suelo, o cuando alguien realiza cualquier acción banal a nuestro lado, que en seguida referimos a nuestra dignidad personal. Si, decididamente creo que fue Séneca el que para esos casos dejó recomendado que nos tomáramos la vida con la indispensable calma y seguro que entenderíamos que estamos inmersos en multitud de circunstancias que ocurren sin tenernos en cuenta, la mayoría sin intencionalidad siquiera posible, por mucho que nos afecten.

Lo digo a cuento de que esta mañana, cuando el perro en una punta de la correa extensible y yo de la otra -¿quién saca de paseo a quién?, es decir, quién gobierna el tandem constituido por nuestra pequeña comitiva?-, se ha puesto a llover. Como si la nube nos estuviera esperando, al acecho, y tuve, hasta que recordé la recomendación del viejo filósofo, la tentación de rezongar. Del otro lado de la correa, el viejo cocker, sin boina ni impermeable, se sacudía a veces y me miraba de lado, pienso que con cierta expresión sardónica, como si se estuviera a su vez preguntando la clase de amo que tiene, que no sabe aguardar al claro de entre chubasco y chubasco, que hay siempre en estas nortadas sin mala intención de la primavera, cuando llueve con cierta desgana, para cumplir con el refrán de que en abril aguas mil, disuasor de que nos creamos del todo que viene un cambio climático tan súbito como nos lo pintan las películas de ciencia ficción, equivalentes a cada bulo de cada fin de milenio, cuando tantísimos visionarios llegan a la conclusión de que el fin de los tiempos está a la vuelta de la esquina.

¿Os he dicho que ayer estuve en la presentación de un libro?. Me maravilla siempre la capacidad de algunas personas para hablar tanto y desde tales perspectivas de los libros que parecen haber leído cosas diferentes de las que apreciamos el común de los mortales. Uno de los asistentes me preguntó por mis escritos y le contesté, sincero, que mis escritos son “de tono menor”. Creo que le dije algo así como que tengo una idea, si no completa y cumplida, de mis límites y limitaciones. No me ha creído. ¿Por qué hay quien no cree que existamos personas de verdad humildes, que sabemos que lo nuestro es un constante esfuerzo por mejorar lo que advertimos que nos sale cuando más mediocre?

Incluso cuando releo tras de cierto tiempo algún escrito mío que me parece un poco más aceptable –he de confesar que alguno, hasta posiblemente calificable de bueno-, me advierto a mi mismo de que lo propio parece siempre mejor de lo que es, que ha de contrastarse con uno de esos admirables libros que tengo al alcance de la mano, saco de bajo la capa de polvo de la estantería fatigada, combada bajo el peso múltiple, repaso un par de páginas y recobro, entre vaharadas de envidia, la conciencia de mi dimensión.

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