martes, 31 de marzo de 2009

De por si, tiende España a la taifa. Debe ser residuo de la organización tribal de gran parte del territorio en gran parte del medievo. Al parecer, nos encanta multiplicar el organigrama del estado central en una serie de innecesarios estados de segundo orden, con vocación, por lo menos algunos, de serlo de primero. Se pretende tener en cada comarca un flexible, extensivo remedo del Estado. Y una multitud de gente política, asesores, administradores y guardaespaldas de lo físico y de lo cultural, han sembrado los rincones de poderosos administradores de la tranquilidad del común, y, a veces, de su dignidad. Y como debería haber sido de esperar, por entre las turbulencias resultantes de tantos roces de supuestos poderes, se han deslizado los pescadores de río revuelto, lábiles, ágiles, astutos, capaces, con mucha menos moral que imaginación, o, por lo menos, con una normativa seudomoral, acomodaticia, justificativa cuando previamente se desechan principios que en seguida acreditan, por su defecto, las consecuencias de carecer de ellos. La perversión se ha vestido de marcas y aparece, jovial, atractiva, tentadora, en los despachos de los más o menos jóvenes llenos de ideas, pero escasos de medios y privados de principios, dispuestos en muchas ocasiones a arriesgar, máxime cuando será en secreto, para lograr lo que es posible que de la mejor fe pretendan. Las paredes oyen, sin embargo, en esta época de maravillosas técnicas de otra cosa a que somos tan aficionados como hurgar para sabichear en el comportamiento ajeno con avidez de correveidile y espíritu de corredores de bulos, noticias y semiverdades, susceptibles de acreditarnos como “conocedores”, que “están en el ajo y la pomada”, todo en lotes que salpican y algo queda y poco a poco se va manchando una multitud, hasta que lleguemos, que todo puede llegar, a la misma desconfianza que ha mejorado tan notablemente los ingresos de los vendedores de seguridad, aislamiento, defensa y protección. Me acuerdo de aquella otra edad, no tan lejana, en que la invención del bombón atómico, la superbomba, ahora tantas veces superada por otros “ingenios” mucho más eficaces, hizo ricos a muchos proyectistas y constructores de búnkeres que supuestamente iban a permitir a los “privilegiados” que pudieran pagarlos una supervivencia que yo me pregunto para qué querrían, últimos vestigios de la humanidad en un mundo sin agua ni aire, fe, esperanza ni caridad posibles, estéril, humeante, abandonado ya incluso por los caballos apocalípticos.

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