Me reencuentro, calle abajo, a un amigo marinero, que va con su pequeño bidón a buscar gasóleo al surtidor. Le digo que será poco, como cinco litros debe tener el bidón de plástico rojo que lleva. Y me dice que sí, pero que es una mínima ayuda por si se queda sin él, allá afuera. Le pregunto si sale él solo, a la mar. Me dice que sí. Habrá, le añado, mucha soledad. Bueno, me contesta, muchas veces hay otros cerca, también solos, y en último término hablo con las gaviotas.
¿De qué hablará, Juan, con las gaviotas? Las muy astutas se quedarán allá arriba, presumiendo de envergadura, albor y calma. De vez en cuando, le gañirán un saludo, o la advertencia: eh, tú, ganapán, marinero de agua dulce, ¿es que no viste ahí al lado el cardumen? A las ladinas arpías, carroñeras, les gusta que pesquemos, pero no porque eso les produzca especial agrado, ni por solidaridad con el gremio de pescadores, sino porque si alguien pesca, y más cuanto más pesque, algo se caerá por la borda y allá bajarán ellas, como saetas de pluma, peleándose entre carcajadas de placer anticipado, que suenan a gruñidos y gañidos. Luego, en el agua y en el aire, se acosarán discutiendo la presa, excitadas, feroces.
Mientras no haya presas posibles, serán capaces de estarse sobrevolando la embarcación sin más que reírse, sardónicas, del fracaso del pescador, que ansioso de compañía, les seguirá contando sus cuitas y sus desazones, y ellas, fingiendo contestarle, le harán señas a la compañera gaviota de que bueno, a última hora, si se descuida, mi amigo Juan podría caerse de la barca o chocar con cualquier peña y hundirse, y un náufrago es un náufrago, que lo más sabroso son las partes blandas, írselo comiendo como si no fuese un amigo, como si no hubiera estado charlando con ellas, las aviesas basureras del litoral, su adorno, su horror solapado y maligno, pleno de belleza, ágil como un pensamiento errátil.
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