Cunde el desconcierto entre los políticos cuando como acaba de ocurrir, la plebe urbana, es decir, el pueblo soberano, les dice que esto de la política consiste en una especie de orfebrería con aspectos de tejer y destejer, como hizo en su día la prudente mujer de Ulises (también se llamaba Penélope, pero era otra), para dar tiempo a su marido, el sentido común político aplicado al nacimiento de un tiempo nuevo, a regresar y dar buena cuenta de sus pretendientes, los enemigos del viajero sabio.
Los políticos, creo y confío en que humanos al fin y al cabo, padecen, sobre casi todas, una vez satisfecha la ambición de llegar, la tentación del absolutismo como solución única. ¿Qué es mandar –les sugiere esta tentación- si no puedes hacer lo que te salga de las narices?
Cuesta, por lo que parece, entender que no se elige para mandar, sino para coordinar las voluntades dispersas de la multitud de soberanos que somos. Constantemente debe estar el equipo responsable –y mucho más el que a su vez lo coordine como jefe, caudillo o presidente- de lo que el pueblo soberano prefiere, para idear fórmulas y modos de lograrlo.
Es difícil abandonar el complejo de Peter Pan, dejar de ser niño ocioso, en el patio del cole, asociándose en la bandería suficiente para hacer mangas y capirotes sin cuenta ni razón de minoría alguna, ni, por supuesto, de ninguna individualidad.
En la minoría, a veces, está la mayor cantidad de luz, y en la individualidad suele estar escondido, como en la lámpara de Aladino, el genio. Por eso conviene estar tan atento y escuchar todos los ruidos que apenas es posible percibir cuando el griterío más banal se convierte en atronadora algarabía.
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