domingo, 15 de marzo de 2009

Van, te nombran ministro de cualquier autonomía y te sientes un ejemplar importante del género humano, cuando lo que te han puesto en la mano es el cubo y la fregona, o el balde, las patatas y el cuchillo para que mondes. No entiendes eso que dicen de que autoridades y funcionarios son servidores públicos, pagados con cargo al común, y lo primero, por eso de que no lo entiendes, comprarte un coche, si puede ser blindado, que la gente importante no puede ponerse en peligro así como así. El coche ha venido a ser un objeto primordial de deseo. En una empresa, el recién contratado, lo primero que pregunta es si se puede pedir anticipo para coche. El coche se ha convertido en nuestro señor, el amo, quien nos crispa y desespera en la búsqueda de aparcamiento o porque ha venido otro, desaprensivo, que le marca un bollo o una rayadura en el caparazón de coleóptero. Y en cuanto llegas a viejo y no puedes ir por la apartada senda a donde no llegan, pueden, si no te preparas, te mentalizas, te aíslas, agobiarte esas latas de sardinas brillantes, con ruedas, que integran la prodigiosa, innúmera legión de los coches Es urgente inventar, ahora que es tiempo de inventos para tratar de salir de la crisis, la ciudad sin coches, el ámbito donde no sólo estén prohibidos, que tal parece que no saben leer, ni ellos ni sus conductores, e invaden cuantos lugares se les marcan como prohibidos, sino que multitud de obstáculos, escalones infranqueables y bolardos de acero y cemento armado, les cierren el paso. Ciudades, o por lo menos aldeas, de sosegado tránsito peatonal, donde se puedan escuchar los sonidos y las voces, respirar sin ese olor y mirar lejanías.

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