martes, 3 de marzo de 2009

La vida, esa inexorable escuela en que se domestica el ímpetu de cualquiera de las criaturas que nacen puro grito, frenesí de energía y para cuando considera el grupo que has llegado a integrarte, ya no eres aquel aventurero imaginado a lo largo de una niñez cada vez más corta y por ello menos feliz, lo que resulta es que te han domado, adiestrado, reconvertido en individuo útil. Ahora, en cuanto dominan los grifos de sus excedentes biológicos, en cuanto, por decirlo de una vez, cagan y mean ordenadamente, se traslada a los niños a un redil en que se les adiestra para un paradójico y casi siempre convulso contraste de competitividad y conformismo con lo rutinario, cuyas últimas consecuencias se alcanzan, también es paradoja, como casi todo en la vida, cada vez más tarde, entre los treinta y los cuarenta años.

Alrededor de esa edad, se ha recompuesto el esquema mental, incrustado la plantilla del comportamiento habitual de cada cultura y cabe esperar que hagamos cada día lo que solemos, con arreglo a los modos y maneras del subgrupo en que por otra parte se nos encasilla. Si luego mudas los criterios, te motejarán de incoherente, como si eso fuera criticable en una especie, la humana, que se pasa la vida buscando verdades, adquiriendo conocimientos, profundizando en los que ya tenía, averiguando lo falible del entendimiento y lo provisional de cada supuesta verdad de cada época y cada lugar, consecuencia previsible de lo cual es que cada humano puede cambiar de convicción y llegar a considerarse integrado en ideas contradictorias a las que otro día mantuvo.

Cuentan de algún filósofo que en sucesivas etapas de su vida recompuso su pensamiento filosófico hasta tal punto que para entenderlo es imprescindible poner primero sus trabajos por orden cronológico y considerarlos con el sentido crítico que debe ejercitar el estudioso, huyendo de la fácil convicción de que la letra impresa supone veracidad o tiene mayor credibilidad por estarlo.

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