Era otro tiempo, éramos
tan jóvenes
que no insistimos en hablar de las cosas de verdad importantes,
enfrascados,
como íbamos,
en vivir una vida que se nos gastaba
como la arena,
el agua
del viejo reloj de arena de la abuela,
que decía siempre que guardaba por ser un recuerdo
de su primer amor.
Hay siempre un amor
primero,
indeciso,
sin mezclas ni malos pensamientos.
Por eso nos mirábamos,
sorprendidos,
sin saber qué hacer con aquella bola de luz
deslumbrante,
que todavía algunas tardes,
a ciertas horas
respira sus destellos, estertores brillantes
en un rincón oscuro del laberinto
de la memoria,
donde casi no llega ya nuestro cansancio
ahora tan escéptico.
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