Me quito, como una capa, la sensación de vacío con que apenas he despertado hoy del todo y me pregunto qué música puede hoy abrir las ventanas al aire que pasa y darme o la capacidad de ver o de escuchar con esa atención especial que incorpora a la vida. No se vive, a veces, se desperdicia un tiempo irrecuperable durante que ocurren las cosas que por coincidir con nuestra oportunidad, nos conciernen muy de cerca y nos perdemos, porque nadie vuelve atrás, como si no hubieran pasado.
He encendido un saxofón errático que enrosca su melodía en mi ausencia, y después, sin solución de continuidad, en una de esas locas bandas que interpretan música de Nueva Orleans, que tiene siempre en su fondo algo de día radiante y nos descubre, me descubre el secreto de que por debajo de la niebla y por encima de las nubes siguen respectivamente existiendo las cosas de este mundo y las del universo en que está inserto.
Es domingo, todavía invierno, hay autonomías en elecciones, se inicia la Cuaresma. Tiene su acento, ahora, más en la resurrección y el amor, que en el terror del día de la ira. Creo que es un modo mejor de mirar, una mejor manera de entender.
Casi nada es y nunca es definitivamente lo que parece o lo que dicen. La vida se caracteriza por un modo banal de vivir, rutinario, pero lleno de vida y acontecimientos que nos atañen. La vida es una extraordinaria riqueza que alguien nos ha proporcionado y nadie sabe explicar cómo ha de proyectarse hacia un indefinible, inimaginable futuro deslimitado.
Es un privilegio más, el de escuchar esta música que se va deslizando por el paisaje con la naturalidad de un río viejo, sin prisas, remansándose si acaso en cada umbría. con el regocijo posado en su piel, tatuado en ella, del reflejo de las hojas que se miran en el agua y allí escriben el duplicado de su sueño de convertirse, como ocurre en otoño, en alas para los elfos y para los ángeles.
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