Dicen que tienen derecho a abortar, pero, en mi opinión, no es cierto. Hay un derecho humano, universalmente proclamado desde el laicismo, a la vida y en cuanto hay vida, sea o no persona eso que late en el vientre de esa mujer, suprimirla, vetarla, extinguirla, va en contra del derecho a la vida. Cuanto se concibe, en cuanto energía vital prendida en un proyecto de carne y hueso, tiene derecho a seguir viviendo. Y esa mujer, si quiere, puede, una vez nacido, renunciar al ser, la ya persona separada del claustro materno y transcurrido el tiempo que la ley diga, para que la sociedad se ocupe de su supervivencia, pero lo que no tiene es derecho a cerrar el paso a una vida que ya está ahí, con el abuso de confianza tremendo que supone matar a quien depende de ella y en ella confía por imperio de la naturaleza, ya que no queréis hablar del buen padre Dios, que a pesar de todo estoy convencido de que os llevará también con El, en su día y hora.
Dando por supuesto que cualquier mujer pudiera disponer libremente de su cuerpo, lo que no puede es disponer del otro, que ya está dentro de ella, amparado en la que se supone debería ser una maternal solicitud, mutada al odio necesariamente implícito en la decisión de matar e inexorablemente desembocado en la mar del arrepentimiento que ha de seguir a lo que se realiza contra natura. Como es el caso. Que podrán lavar con agua y jabón la sangre de las manos, pero la sangre derramada sobre lo más tierno, frágil y vulnerable de su alma, esa no podrán, y por ello tienen que confesar que es muy duro su trauma espiritual, por helada que haya tratado de ser la decisión –aterrorizada por la imagen del hijo frustrado en que debería haberse realizado su vocación esencial de puerta de la vida-, de liberarse entrando de un modo tan paradójico, en la esclavitud del recuerdo de lo que pudo haber sido. Y se queda, por ello, en la vacuidad de su espacio, reñido con la naturaleza misma de las cosas.
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