Mueren, alrededor, los habituales de una vida que se acaba, y se queda el ánimo en suspenso, apenas convencido de que la muerte es algo que nos atañe cada vez más de cerca. Y sin embargo es consolador suponer que del otro lado, si es posible, estarán los que conociste y más aún los que querías. Pero se me ocurre incluso dudar si los habremos querido bastante o si hay siempre una mácula de egoísmo en el afecto, el cariño y el amor que vamos dispersando, como un hálito, alrededor, durante el perentorio viaje, siempre con prisas, en que consiste el vivir, que así desperdiciamos.
Porque será, digo yo, lo que somos capaces de aprender y sentir en este ir y venir laberíntico, lo que sin mérito se nos atribuirá en ese lugar sin lugar donde nada es nada y sin embargo deberá ser todo, aclarando el misterioso sino de habernos extraído de la nada para que seamos, entonces ya hayamos sido, cuando no éramos ni siquiera suposición.
Nuestro uso de razón intuye que lo que ha dejado de no ser, ha de ser para siempre, y suponemos que hay un aprendizaje a ser, en que consiste la vida mortal, que nos proyecta como seremos en lo inimaginable.
Viajamos en una burbuja en que hierven cada concepto y su antítesis, por ejemplo el miedo y la esperanza, inseparables como la sombra y la luz, cuya contradicción perfecciona el concepto contrario y permite entenderlo, pero ¿cómo se han de conjugar? ¿cómo lograr que sea el amor, con todas sus consecuencias, el que lo absorba todo, cuando es el miedo lo único que miserablemente nos defiende de nuestra parte oscura? ¿cómo embarcar en el amor nuestra, mi insuficiencia?
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