viernes, 13 de marzo de 2009

En plenos idus de marzo, con la primavera apuntando, bajo la piel y la mirada atenta para ir viendo lo que sale de debajo de la corrupta epidermis de la parcela democrática de los mordidos y mordientes, los primados y los propinados, toda, al parecer, una extensa e intensa multitud de afectados por la manía de imprimir los billetes en papel engomado, de modo que se te pegan incluso al dorso de la mano y a ver qué haces, con la tentación, también es este caso, en el piso de arriba, como en aquella película.

Están todos los brotes del minijardín de mi patio de vecindad henchidos, salvo las margaritas, abiertas, y la mimosa de la ladera, pocha ya de días de ejercer de heraldo de tiempos mejores. La primavera, sin embargo, tengamos, me atrevo a aconsejar, mucho cuidado, porque es tiempo adolescente, es el equivalente quinceañero del transcurso de cada año, y puede ponerse bravo, excitarse, entrar en erupción el acné, sin contar con el polen, que leo en alguna parte que los entendidos dicen que esta año va a haber más. Los entendidos son siempre más pesimistas que optimistas. Auguran males mayores, puesto que hasta aquí hemos sobrevivido incluso a una parte mayor o menor, según la edad de cada cual, del espantoso y cruel sigo XX, que ya se que no es suya la culpa, sino la de quienes allí estábamos, en aquel tiempo y aquel espacio de terrores y guerras, amenazas, persecuciones y migraciones masivas en busca de la supervivencia.

Una esperanzada multitud, cada vez mayor, mira a los bancos y a las universidades. Tiene la intuición colectiva de que unos y otras contienen remedios para lo que nos está pasando, y hasta cierto punto saben que esos remedios tienen, algunos, medida limitada y, muchos, fecha de caducidad. La multitud pide consignas: “¿qué tenemos que hacer para colaborar con el esfuerzo para salir de la crisis?”

Es una de las características de la primavera: ser tiempo de adolescencia, y por ello, de juventud, de ánimo, de ilusionado entusiasmo de vivir, que la hace tiempo de romanticismos, postromanticismos y olor a tiempo de morir heroicamente por un ideal.

Las respuestas que recibe son en gran parte esas relaciones estadísticas, embadurnadas de tristeza, donde se añaden novedades respecto del fracaso social de no haber aprovechado el tiempo para organizarnos adecuadamente cuando era tan fácil de ver que nos habíamos enfrascado en la manía urbanisticoedificatoria, de la mano de aquellos flautistas que daban una pasada tentando al consistorio y otra segunda cubriendo el paisaje de insuficientes madrigueras con tapín ajardinado, hura de coche y mínimas celdas agobiantes, comunicadas en algún caso mediante abruptas escaladas excluyentes de niños y ancianos.

Que esa es otra. Estamos sobrando los niños y los ancianos. En la flor de la edad, se afanan, ellos y ellas –como se dice ahora-, rivalizando en la aportación para tapar agujeros hipotecarios, cubrir los gastos de casa y coches –cada familia tres-, que supone un trabajo a cuatro manos que no deja tiempo más que para llevar los ancianos a la residencia y los niños a la guardería, los primeros en cuanto se mean por sí y los segundos en cuanto se dejan de hacerlo.

Dulce primavera, afortunadamente, como la vida, efímeras ambas, para no dar tiempo al desencanto a quienes teníamos la esperanzada vocación del amor implantada por el mero hecho de haber sido concebidos. -

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