lunes, 23 de marzo de 2009

Hay una especie de hombres a que mata su certeza de hallarse en posesión de unas verdades absolutas, que sin cesar proclaman he observado que con voz alta, metálica, de robot, sin concesiones al silencio, tiempo para pensar lo que dicen ni la misericordiosa consideración de alguna pausa, que permitiría al abrumado interlocutor asentir o disentir del monótono soliloquio.

Suelen romper el silencio de los demás, invadir sus pacíficos diálogos y coloquios, hollar sin la más mínima consideración sus dudas. Ellos, como una torrentera desbordada, lo cubren, arrancan y se llevan todo y dejan, por dondequiera que estuvieron, el desolado asombro intelectual, primero, y, en seguida, la sonrisa sardónica de sus víctimas.

Otra clase de estos sabios, es, en cambio, silenciosa. Conoce la verdad, se baña y se deleita en ella en soledad. No intenta compartirla, Sólo se asoma al corro o la tertulia con inconmensurable desprecio y la puntea con sus sarcasmos de suficiencia. Consuelan el fracaso de una misoginia solitaria con la satisfacción de que nadie puede disfrutar del baño de conocimientos y el gel de sentimientos en que se sumergen como quien lo hace en la mentira de un falso recuerdo.

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