sábado, 21 de marzo de 2009

Dicen que cada año humano equivale a siete para un pobre perro, que bastante tiene él con ir siempre amarrado, apenas olisqueando las deliciosas huellas de sus semejantes y lo que es peor, tiene que estar pendiente, para desahogar necesidades fisiológicas. muchas veces perentorias, de que nuestro humor coincida con sus ganas. Por otro lado está que, después de cada disgusto por la muerte de cada perro que hayamos tenido, se puede tener otro, que siempre aconsejo que sea de otra raza, por el aquel de las añoranzas.

Ahí delante, en la estantería, tengo sus fotografías y epitafios, que acreditan, creo, las diferencias de caprichos y carácter. Este de ahora se está haciendo viejo. Le cuesta subirse a la butaca y subir escaleras. Las mira, si los amos suben y bajan demasiadas veces, con pereza. Tuerce el cabezón y claramente expresa que podríamos estarnos quietos en un sitio y dar menos lata a un honrado perro guardián, cuya ilusión mayor es andarse siempre en compañía, consciente, al dormir, de que los demás miembros de la manada, es decir, los humanos, andamos cerca. ¿Sabíais que los perros sueñan? Ladra bajito, se mueve, gruñe. Y ronca como un humano cualquiera.

Ayer u hoy, ha llegado o llega la primavera. Flota en el aire el polen como un plancton con vocación de niebla. La primavera es tal vez la estación más cercana a la gente. Está loca, escalofriada, duda de todo: si ser o no ser, si hacer frío o calor, si parecerse al invierno recién pasado o al verano que viene.

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