sábado, 28 de febrero de 2009

Hay pocas cosas más enloquecedoras que lo que ocurre a esas personas que dan en la ficción imposible de recordar lo que nunca ha ocurrido. Algunos incluso añoran un imaginario tiempo pasado suyo o acontecimientos jamás ocurridos. Supongo que se trata de un modo benigno de locura, no por tal benignidad menos profunda y tal vez incurable, sobre todo cuando la imaginación del pasado se sobrepone a una realidad olvidada y la víctima, o si preferís, el paciente, se queda sin lugar en el tiempo o el espacio a que volver o vuelve a la vida de otro que no es más que el personaje extraviado de un relato que no llegó a escribirse o de una vida que no llegó a vivirse. Es, me parece, como haberse dormido, soñar y no poder despertar del sueño. En cierto modo mágico, haber vivido una vida real, que, olvidada, no es más que humo, recordar otra propia que no existió, más humo y me pregunto si no supondrá también arriesgar el futuro, que siempre tiene algo, cuando se imagina, taraceado, del pasado indispensable para cimentar lo que somos durante ese período infinitesimal e inaprensible que es el presente, que, para cuando vas a hablar de él, ya es pasado.
Ocurre a veces con la historia, que, quien la cuenta, imagina lo que le habría a él gustado que ocurriese, pero no fue así, y sin embargo, lo cuenta. Muchos lo creen y hasta, de ese modo, una leyenda puede convertirse en memoria de victoria o de fracaso colectivo de un grupo humano, que se enorgullece o se avergüenza, sin motivo real, de la imaginación del recuerdo de unos actos que no se realizaron o que pasaron de otro modo diferente. Puede ser tan divertido como imaginar, sobre las notas de la música, un paisaje o un sentimiento descrito en ella según imagina quien escucha, a diferencia de lo que inspiró al que la compuso. Y por eso la música es tan libertadora, ahí fuera, concentrada un momento y en seguida dispersa en un aire, que queda luego impregnado de ella, como si nos hubiesen narcotizado con esencias de belleza.

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