En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 20 de febrero de 2009
Ojeadores de la miseria humana se han echado al campo en busca de las últimas razones de cada regalo que se haya hecho a alguien con poder, y se convierte incluso el agradecimiento en soborno, de tal modo que Dios nos libre de aceptar aquellos pollos de aldea que bajaban los paisanos, en día de mercado porque los habías ayudado a rellenar una instancia o les habías ganado, y cobrado por cierto, el último pleito. Que si era cuantioso podía traducirse en una jamón y a mí una vez me regalaron una mesa primorosamente trabajado por ebanista de los que ahora no hay, “porque quisieron dejame sin nada y usté sacome de la miseria”. Tú eras considerado al cobrar y ellos generosos al añadirle al pago una prueba fehaciente de que habían quedado agradecidos. A cambio, cuando perdías, te espetaban, como aquella mujer a que desahuciaron de su vivienda, que eras un inútil y un perfecto ignorante. Y lo uno se compensa con lo otro, ahora, en la vejez, mezclándose en la confusa neblina que va cubriendo la mar, ya casi en calma, de la memoria. Ya no hay pollos de aldea, gran parte de los jamones entreverados de tocino, de la tierra, se pican con la zorza para rellenar los chorizos y que resulten más jugosos para la fabada cada vez mas descargada de prótidos y lípidos, a medida que nos hacemos más débiles, la pirámide demográfica engorda por su parte baja, de los setenta y ochentones, y las generaciones nuevas vienen amedrentadas de reconocimientos, prevenciones y revisiones anuales de la fragilidad humana. No todo es soborno. Hay un tejemaneje de relación social, alimentada por la sagacidad comercial de consignas como aquella de que debe practicarse la elegancia social del regalo, que muchos sienten la imperiosa necesidad de hacer con la misma compulsión con que en tantas ocasiones compramos lo que para nada necesitábamos y se convierte, al desempaquetarlo en casa, en dedo acusador de nuestra inconsciencia. Creo muy sinceramente que cada regalo de lo que miramos con tanta desconfianza merece por lo menos la presunción de inocencia y generosidad agradecida, por lo menos dentro de ciertos límites y en determinadas circunstancias que excluyan el soborno previo y ese ámbito de patio de Rincón y Cortado que humea evidentemente, más como vicio de sociedad que de grupo o de partido concreto. A min –decía aquel astuto paisanín-, num me dean. A min ponganme donde lo haiga.
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