miércoles, 18 de febrero de 2009

No entiendo por qué ese afán de ir cada vez más lejos, hasta la desmesura de esos impresentables, pero a la vez sé, de algún modo, que si yo hubiese llegado a sus extremos, hasta es posible que pensara como ellos y fuese igual de despreciable, que nada de lo humano me es ajeno y como miembro de la comunidad humana, de algún modo horrible, soy igual que ellos, lo mismo de despreciable y ahí reside otro de nuestros misterios, consolador hasta cierto punto, en cuanto me asimila al viejo lama quieto y pensativo, al cisterciense, al mudo cartujo sacrificado, a quien se entrega por una buena causa al sacrificio, al santo en presencia de su Dios, desde aquí abajo, de este lado del espejo, es decir, en presencia voluntaria de lo inimaginable. Por eso se podrá, digo yo, sobrevivir y superar la sensación de caótica locura con que agonizan una tras otra las fórmulas organizativas de la civilización, cada vez que los engranajes se oxidan y enmohecen, a fuerza de tratar de remansar en la mínima acequia de cada cual el agua viva, torrencial, capaz de atravesar la piedra sin más herramental que la paciencia humilde de su líquida textura.

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