lunes, 16 de febrero de 2009

Somos gente a que cuesta apreciar los semitonos, los matices, ese color que queda entre el difuminado de una niebla sutil, que otros llaman la calima o al final de un día cansado de luz, llegando al final del verano, cuando parece que la luz se hubiera comido toda la intensidad de los colores de un paisaje empalidecido sin el aliento de la brisa, impregnado por la insistencia obsesionante de las cigarras en los jarales, por donde resbala dulce y espeso el jarabe que las emborracha.

Somos gente de cuchillo y garrote, que Dios nos libre si como dicen que ocurre en las américas del norte, se nos permitiese generalizar el uso de las armas de fuego y tenerlas en casa a disposición de cada violento ataque de ira. Gente propicia y propensa al fundamentalismo contradictorio, o de éste o de aquél lado de lo que se opine, dispuestos a ser inasequibles al desaliento o a que no se nos desmonte de la convicción de que estamos en posesión y propiedad de la verdad total, definitiva e irrebatible.

Es de esperar que un día cualquiera, a la del alba, que fue cuando don Miguel cuenta que se echó a los caminos don Quijote, armado de todas las armas, montado en aquel brioso corcel, asistido del orondo Panza, a su vez ahorcajado en su rucio y asido a la crin con decisiva ambición de lo de la ínsula, nos despertaremos. Será, ese día, tremendo, inconmensurable nuestro desconsolado arrepentimiento por tantos años de irrefrenada violencia, que podríamos haber aprovechado para cultivar la innegable capacidad que nos asiste de crear, trabajar e inventar, en cuanto nos descuidamos del afán de ponerle trampas al vecino más próximo o hacerle la vida imposible incluso a la persona más amada, por el aquel de que los extremos del odio y del amor se encuentran en sus antípodas, en un lindero común, que llaman algunos vesánica locura.

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