viernes, 27 de febrero de 2009

Mi corazón intelectual –varios son los corazones que laten en el alma, al hilo y compás del corazón muscular somático-, el mío intelectual jurista, herramienta cansada por más de medio siglo de aprendizaje y dedicación, sufre en este tiempo de arbitrariedades y pérdida de las tonalidades intermedias, los semitonos y los grises en que consiste el ensamblaje imprescindible de la justicia y la equidad, ambas insertas en clima de caridad y respeto humilde por la fragilidad humana, presente incluso en la más bestial de las infrahumanidades, mientras sea una persona la que haya actuado y otra la que ha de pasar por el brete de juzgarla, cuando ¿quiénes somos, para atrevernos?

Me duelen esos maltratadores del Derecho, capaces de usar la ley para imponer arbitrariedades o despropósitos, y esos individuos de insolente soberbia, insensibles a la duda, al vacilación, el exquisito cuidado que impone a cada hombre el hecho de que nada de lo humano le sea ajeno, cuando es hora e indeclinable ocasión y obligación de ponderar la conducta de un semejante.

Me pregunto a qué esperan los filósofos, enfrascados en ahondar en insondables vacíos y proclamaciones de inexistencia de cuanto no sea su incomprendida facultad de pensar, a qué esperan para darse cuenta de que hay unas personas, justo en este espacio y este tiempo, necesitadas de inventar una sociedad para sus circunstancias. Una sociedad que entienda la posibilidad de que el uno y el todo sea indispensable que se entiendan como esencia simultánea de nuestro conjunto, de tal modo que cada persona sea una, diferenciada, insustituible, pero inserta en la comunión de los humanos, que no pueden liberarse ni realizarse si no es mancomunadamente, todos en uno, uno en todos, mediante la convivencia, en toda la extensión de esta hermosa palabra. -

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