sábado, 28 de febrero de 2009

Día, anuncian, de recobrar el ritmo de la lluvia y de que voten gallegos y vascos, celtas y vascones, todos del norte, esquina de finisterre y fondo del golfo de Vizcaya, ambos lugares donde los vientos se arremolinan, costas de peligro y tradición marinera, sitios los dos de apego a la tradición, a la nostalgia y al terruño, pero ahora anda todo agitado, convulso, la humanidad sufre una de esas crisis que en familia se llamaban de medrío, cuando éramos tan jóvenes, algunos, que nos daba fiebre crecer, es decir, medrar. La humanidad ha pegado tan colosal estirón y tan descentrado, que poco menos que necesita, como yo ahora mismo, a la vejez, al levantarme por las mañanas, que he de reconstruirme y recomponerme, estirando estos huesos doloridos, que se quejan y supongo, aunque no los oigo, que rechinan.

Y cada personaje que dice y apresuradamente el periódico toma nota y apunta, se atreve a decir menos, si os fijáis, y lo que dice es sin arriesgar, generalizando, que no me extraña, porque para ser augur hay que tener visión de lejos y audacia, a la par que unas miajas de sentido común. Y nadie se atreve a apuntar, siquiera sea con timidez, que en el futuro, la vivienda de una familia debería ser tan inembargable como lo son las herramientas de un quebrado, para que pueda seguir trabajando, en este caso de la vivienda, pueda conservar la dignidad por lo menos en el mínimo aspecto de tener donde ocultarse a refugiar las vergüenzas. Ni se atreve nadie a probar sistemas como el que podría consistir en dispensar de contribuciones y pagos a la seguridad social a cambio de hacerse cargo, por lo menos provisionalmente, de un cierto número de parados, para disminuir ese trágico número, esa relación triste de personas que necesitando y queriendo, no pueden trabajar, y así, por otro lado, reanudar la corriente del gasto y la inversión productivos. Están obcecados, todos, con ganar. No es ganar, lo que importa, y menos por esa mayoría absoluta que desfigura el propósito de apreciar y considerar los grises y los semitonos, inventando la paradoja imposible de la democracia absolutista, contradictoria, evidentemente, consigo misma.

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