Ha dejado de ser, el señor ministro, señor ministro. Me pregunto si a un señor ministro, cuando deja de ser señor ministro, le duele dejar de ser señor ministro. Lo suyo, de este señor ministro, ha venido a ser cosa como de suicidio, puesto que no ocurrió como cuando el viejo general, que un motorista iba y le llevaba un mensaje al señor ministro caído en desgracia y sin más, como quien alanceaba, reconquista abajo, a moro muerto, según el refrán que lo desaconsejaba, le notificaba su destitución fulminante. Este de ahora no. Este se ha llevado el boli al papel y ha suscrito la dimisión. Y a continuación, ya no señor ministro, ha convocado a la prensa y le ha comunicado lo ocurrido, muy poco antes de que el señor presidente de todos los señores ministros, que es el que los nombre y recibe sus dimisiones, o los desnombra, como también ocurre a veces, nombrara con urgencia a otro señor, que hasta entonces no lo era, nuevo señor ministro. A poco se cruzan, en el pasillo, el saliente y el entrante, mientras un tercer señor ministro de otro ramo, declaraba al parecer públicamente que lo que él más envidiaba del ya no señor ministro es que fuese ya ex señor ministro. Como si él mismo estuviera teniendo la tentación de dejar de ser lo que es y convertirse en lo que ya es ahora el que ha dejado de serlo.
Yo no me alegro de que pasen estas cosas. Lo que me gustaría, como supongo que a la mayor parte de quienes no hemos sido nunca señores ministros, es que los señores ministros fuesen tan buenos en lo suyo que no hubiera que soñar con su destitución o con esta especie de suicidio en que la dimisión, como ya he dicho, me parece que consiste. Creo que los señores ministros tienen el poder necesario para resolver y el deber evidente de hacerlo en provecho en ambos casos, el del poder y el del deber, del común de que forman parte. Puesto que alguien los ha seleccionado, se supone que en función de su capacidad, para un cargo relevante para el que otros, que somos la generalidad de entre que los seleccionaron a ellos, no somos aptos, en opinión del seleccionados y es de suponer que en la de sus numerosos asesores, que, según dicen, escriben y leo, los tiene literalmente a centenares, para que se nos confíen semejantes responsabilidades. Debería ser y supongo que es, estupendo sentarse cada mañana en una cómoda poltrona, ante una mesa de estéticas y ponderadas proporciones, asesorado por numerosos sesudos varones y otras tantas hembras igualmente sesudas, y, en silencio, con tiempo para pensar, sin dar cuartos al pregonero, ir urdiendo resoluciones buenas para el común de quienes confiaron en una sin duda preclara lucidez de estas personas.
Cada señor ministro que deja de serlo así, de manera tan abrupta, contribuye a nuestra desazón y a que se nos instale en alguna esquina de las neuronas el hongo maligno del escepticismo. ¿Será –nos preguntamos con la misma angustia de aquél que al tirar los cohetes se quemaba siempre en el mismo dedo- que tiene que ser así?
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