viernes, 27 de febrero de 2009

Resulta conmovedora la pueril inocencia de esas mozas prodigiosas, esculpidas en carne tersa, curvadas sobre su propio escorzo, y, de pronto, arqueadas en posturas inverosímiles y lugares disparatados, según el capricho deformante de artificieros de la fotografía que así les exageran hasta lo pintoresco la tensión de las curvas, el sugestivo escorzo sugerente, casi pirueta estática, con la sonrisa estereotipada, mueca en la frontera entre la histeria y el algia. Cada postura es un remedo, la parodia de una posible armonía de glúteos desaforados y muslos elásticos, estirajados en la ficción alada de un salto por paradoja anclado en tierra, sin vuelo. Da pena ver, aún sin mirar, cómo se transforma la belleza en ridículo, la armonía en discordancia, y que ellas, satisfechas, con el risorio de santorini esforzándose en la penúltima mueca, vuelven a la hilera a esperar que una compañera desarrolle el ritual, en la semisombra de la escasa cobertura ondeante del retal usado para que no digan, que ya ¿quién dice?. Al final de la sesión, la carne tiene, a los ojos del observador, calidad de gutapercha y las domingas están a todas luces tan cansadas como las nalgas de este entrenamiento para olimpiadas sin medallero. Personalmente, prefiero la elegante armonía de la naturalidad esculpida en mármol por los clásicos. Da, si me lo permiten, incluso más sensación de carne y vida.

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