martes, 15 de marzo de 2011

Cualquier tiempo debería ser como éste. El invierno, engañoso, o tal vez cansado, abandona con frecuencia sus armas y se queda dormido como un viejo en la solana. La primavera, todavía no tan loca como deberá llegar a estar, asoma la nariz entre el follaje de la ribera de enfrente, retama y aulaga, del brillante amarillo de su primera floración. Queda mimosa en algún árbol retrasado y todavía no es Semana Santa y no se mezcla el olor a incienso con el tímido, casi fugaz, de algunas flores silvestres primerizas.

Andan los japoneses preocupados, y con ellos por una vez el mundo, que estas cosas nunca se sabe muy bien como acabarán y nos manejamos con una indómita energía cuyos límites desconocemos, porque el tsunami reciente, motivado por el violento terremoto de hace pocos días, les está reventando partes esenciales de una central nuclear. El monstruo prisionero, se mueve en su jaula y echa por las rendijas bocanadas de muerte. La vasija del reactor nuclear parece haberse hendido y se escapa radiactividad, por ahora al parecer mínima, pero peligrosa, volátil, invisible, letal incluso a largo plazo. Trágico que Japón, víctima primera de la energía nuclear usada como arma, tenga que padecer ahora un accidente como éste, cuyo antecedente inmediato más conocido fue el de Chernobil.

Tal vez lo más grave de este asunto es que, en mi opinión, la energía nuclear es la del futuro, y habrá que aprender a manejarla y mantenerla envasada adecuadamente para que sus efectos no hagan daño a la gente. Paradójico que cuanto inventa el hombre tenga la doble dimensión de beneficio para su bienestar, pero equivalente peligro para la especie humana. A mayor beneficio, además, mayor peligro. Se me ocurre un aforismo: vivir es permanecer en peligro de muerte.

Todo lo que nace, morirá antes o después; ¿revive, antes o después, todo lo que muere?. Los creyentes estamos convencidos de ello, por lo que a nosotros, las personas, la gente respecta. Bueno, en realidad no estamos convencidos, sino que creemos porque queremos creer. Creer, dice el cura de mi parroquia, es un acto de la voluntad. Tiene razón, opino. Porque lo que se cree existe mientras se está creyendo en ello, y si no existiera, nada valdría la pena. Ni siquiera el maravilloso hecho de vivir.

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