lunes, 28 de marzo de 2011

Podría ocurrir, durante un largo viaje, que la mar inundara toda la tierra conocida y no hubiese puerto a que regresar. O que, estando nosotros en la meseta, desapareciera por completo la mar. Sería en ambos casos como si hubiéramos descubierto un planeta nuevo, diferente y nos hubiésemos convertido en alienígenas, obligados a reaprender a vivir otra vida distinta.

Podría asimismo, cuando volviésemos de un largo viaje, que todos nuestros familiares y conocidos hubieran emigrado y ahora la ciudad y el barrio de siempre estuvieran poblados por desconocidos.

-Esto era … Aquí había …
-¡Déjese de monsergas, peregrino! –nos dirían-. Aquí no fue ni hubo nunca más que lo que hay.

Podrían ocurrirnos muchas de las cosas que, mientras vamos al trabajo de cada día, imaginamos. Por ejemplo, ese recurrente sueño de que al llegar al barrio y el edificio de nuestro trabajo cotidiano, si fuese ahora aquél el mismo barrio ni existiese siquiera el edificio. Desconcertados, vagaríamos por los alrededores, pero ni los mercachifles de las esquinas ni la vendedora de periódicos ni la taberna de más allá son ahora ni parecidos a los habituales.

Podría entremezclarse el tiempo con su anterior o con el futuro, y encontrarnos con que es la boda de nuestros abuelos la que se está celebrando en la iglesia donde iremos a misa esta semana, pero que todavía es otra, más nueva, y nuestra abuela sonríe y se pregunta si habremos venido del extranjero más lejano, con este atuendo del siglo XXI con que nos ve de reojo, al pasar feliz, del brazo, nada menos que del bisabuelo que no habíamos conocido hasta ahora.

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