La primavera rebota sobre el asfalto. Huele a gasolina, como casi todos los días, en cuanto el sol se asienta un poco, todavía caído, sesgado, deslumbrante. Hay guerra, en las playas del sur del Mediterráneo, casi en las ruinas de Cartago, que a los estudiantes, cuando las guerras Púnicas de Aníbal y Escipión, nos caía más simpático que los romanos. La ribera sur del Mediterráneo es radicalmente diferente de la ribera norte. Arriba estamos los países descendientes de Roma, por más que nosotros, la orilla del Cantábrico, tal vez tenemos menos que ver. Esta esquina, finisterrae europea, entre el Mediterráneo y el Atlántico, tal vez no se parezca a ninguna otra de la cuenca del Mediterráneo precisamente por eso de estar en medio, entre dos mares, entre el mar clásico y el océano desconocido.
Resulta en mi opinión peligroso meterse en los asuntos de otra cultura con otros principios. Tal vez mejor que ellos y sus afines culturales, resolvieran esos problemas típicos y casi siempre tribales, que no somos capaces de comprender en todas sus dimensiones. Son distintos. Se enfrentan y mueren por principios y razones que no tienen similitud con nuestros principios y nuestras razones. Y hay experiencia en descubrir que si se altera, lastima o hasta destruye su esquema social, se abren abismos insondables, en cuyo fondo se mueven peligros que nosotros, los más occidentales, no llegamos a comprender nunca del todo.
Una cosa es tratar de equilibrar y armonizar el mundo para esta nueva época del constante imbricarse de culturas cada vez más próximas y entremezcladas y otra no apoyarse en el respeto de las culturas de los demás y tratar de homogeneizarlas con la propia, probablemente no extrapolable.
Cae, sin prisas, la primavera, empujada por un nordeste frescacho, pero, donde hay un remanso para el aire, como una lluvia de polen semidorado, que flota indeciso y se desliza en los cauces de cada rayo de sol. Pasan mozas altas y fuertes como amazonas. Asustan. Nuestra raza ha crecido en su término medio y ahora estas muchachas núbiles miden entre metro setenta y cinco y metro ochenta, cuando menos. Otra novedad son estos días de marzo los ateridos fumadores expulsados a las terrazas de los cafés y las puertas de las tabernas, donde se cobijan bajo calefactores con forma de paraguas, de que se ríe el viento.
No entiendo por qué, el empresario que lo prefiera no puede señalar su negocio como ámbito donde se puede fumar, para que así lo eviten quienes no sean fumadores y puedan estar a cubierto quienes lo sean. Cada vez se entiende menos, o yo, por lo menos, entiendo menos por qué se protege unas veces la vida contra el tabaco y otras no se protege, por ejemplo frente al aborto. No se excite, señora o señorita, en efecto, usted tiene derechos, como persona que es, pero su hijo, ya su hijo, ser o proyecto de ser vivo, aunque todavía embrión, también los tiene. Y si unos y otros entran en conflictos, la humanidad debe proteger los del más débil, que es su hijo, contra los de usted, que es más fuerte. Que nadie tiene un hijo por casualidad, ni las cigüeñas los van dejando caer como Dumbos, al azar, por chimeneas a veces equivocadas.
Es como eso de la guerra donde nos han metido, que antes, disparaban unos de modo indiscriminado, contra la población civil enfrentada al dictador y ahora se dispara “de modo legal”, ya que tampoco legítimo, contra las tropas del dictador. ¿Llevan bien puesta la dirección estas bombas y estas balas, estos proyectiles y estos obuses? ¿Saben que no deben matar inocentes? ¿Conocen el modo de evitarlo y lo aplican?
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