Maderas rotas, fierros, polvo, barro. Mi calle ya no es la calle de nadie más que unos hombres ceñudos, que se afanan en romper y clavetear, destruir y untarse de cemento. Pasa mi mujer y la asisten solícitos: cuidado, señora, no se vaya a romper el alma. Mi mujer dice, casi sin decir, puro rezongue apenas murmurado que no es el alma lo que teme romperse en este despeñadero, sino brazos, piernas o el occipucio. Para un mes, como mínimo, tendremos todavía de este desaguisado urbano y leo hoy en el Factbook que han robado no sé cuántos metros de una carretera de un pueblo de Santander. Pongo un anuncio: compro carretera de segunda mano, aunque sea robada, para poner ahí, delante de casa, donde el caótico amasijo es mayor.
Curioso caso el del sistema “democrático”, en que se pone escrupuloso cuidado en que quede constancia de que se escuchó la opinión de todo el mundo, pero luego hay siempre mecanismos que permiten a unos pocos hacer lo que les da la gana.
Ha entrado la primavera hecha un brazo de mar, con nordeste y sol radiante, pero, eso sí, sin ningún síntoma de mejoría del estado del mundo, que ahora se complica todavía más con el terremoto japonés, terrible para miles de personas que murieron al paso de la mar embravecida con el tsunami y las averías de las centrales nucleares, a mi juicio indispensables para el creciente consumo energético de esta disparatada sociedad nuestra. Lo dicho ya muchas veces: el desarrollo tecnológico produce a la vez elementos beneficiosos, pero y a la vez, peligros equivalentes. Una moneda tiene siempre, como forma de ser, cara y cruz, las duras y las maduras del refrán.
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