Pienso que casi no hay nada peor que ser pobre en un país pobre, aunque tal vez sea peor no haber sido, o peor haber sido sin ser en realidad, que hay quien pasa por la tierra y la vida como un fantasma, sin lograr más que reflejar los rayos de la luna, que a su vez son el colmo de la tristeza, al no ser más que nostalgia de los de sol.
Pienso que no hay nada como tener, para comprender que nada se tiene y nada de lo que parece tenerse vale casi nada, pero cuando no se tiene se echa muchísimo de menos. Por ejemplo el dinero, que, según los ricachos, cuanto más ricachos más convencidos de que no es lo más importante, pero es que no saben que el dinero, cuando no se tiene, pasa a ofuscarte de necesidad de tener el indispensable.
¿Y el amor? ¿Qué me dices del amor? El que lo tiene, regocijado, no le da importancia, pero el que no, en su hoyanca, es como agua quieta, que ve irse pudriendo y repudriendo su alegría y la pureza de cuando era agua viva y susurraba en la torrentera.
Creo que la prisa es una de las mayores y más graves enfermedades epidémicas, en cuanto nos arrebata la posibilidad de deleitarnos con las cosas elementales, que en seguida pasan, pero mientras duran son imágenes de eternidad quieta, y vale la pena detenerse y degustar un chorro de agua, palpar la rugosa corteza de un árbol venerable, asistir a la puesta de largo de una salida del sol de una mañana o a la clamorosa dignidad de su puesta, cuando el Universo se permite una sinfonía de colores imposibles.
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